miércoles, 30 de enero de 2013

Cuentapropistas



Uno. Dos. Y un trío. Caminan por la avenida y se meten en la curva, ahí donde se abre una callecita que entra en el parque. Es día laborable, casi mediodía. No hay marcas ni carteles, ni dudas sobre dónde doblar.

A pocos metros se ve una parrilla improvisada con ladrillos viejos y una reja sucia. En el piso, brasa, mucha brasa. Sobre los hierros, trozos de carne y chorizos en cocción avanzada. De costado un atizador, un palo, una pinza y una palita. El maestro asador, de unos 30 años y 150 kilos se seca la transpiración con el repasador que le cuelga de la cintura. Pantalones cortos, ojotas, sin remera y con un gorrito de lona, decide qué y cuándo sale lo que sale entre panes.  

Perpendicular a la parrilla hay una tabla que sobre un pedazo de hule descolorido con un salero, dos cuchillas, un rollo de papel de cocina y tres ensaladeras: una con tomate, otra con lechuga y la tercera, más chica, con una pasta aceitosa con vocación de chimichurri. Debajo de la tabla, que apoya un borde en un tronco de árbol, descansa una bolsa con varios kilos de pan.  
Un rastrojero viejo, de color naranja y con la puerta de atrás volcada encierra bebidas en bolsas con hielo. Asoman botellas de cerveza y gaseosa de tercera marca. O cuarta, según.

El microcentro es una sucursal del infierno. Los tacos de las señoras se hunden en el asfalto, las camisas de los señores se empapan desde adentro. El tránsito está tan detenido que no hay clientes.

El tipo toma por el bajo, sube bordeando el río y se mete en la avenida que parte en dos el gran parque. Avanza mientras fantasea con que esas oleadas de aire caliente se conviertan en brisa fresca. Sin dudar sale de la avenida y mete el auto en la callecita.
Estaciona, saca las llaves, abre la puerta y desde afuera saca la toalla transpirada que tapa el cubreasiento de bolitas de madera. Abre el baúl, tira la toalla adentro de una bolsa, saca otra bolsa del baúl y lo cierra.

Cruza. Espera su turno.
 –¡¡Guardáme tres, paso en media hora!!- grita un pibe desde arriba de una bicicleta en movimiento. El parrillero levanta la vista y el pulgar hacia el ciclista.
Otro intercambia gestos con alguien que está dentro del parque, cerca de una jauría de perros atados. Se lleva tres choripanes y dos cervezas de litro, perdiéndose en el bosque.

-¿Qué te doy?-
-Un chori y un vacío.- El tipo e extiende un taper que sacó de la bolsa.
-¿Sale con pan?-
-Sólo el chori, estoy a dieta.- Ambos se ríen a carcajadas. –Hacélo completo.-
El parrillero le da el taper con la carne a un joven ayudante. -Ponéle tomate y lechuga y cobrále.-
El pibe le acerca  la comida y un par de hojas del rollo de papel.
El tipo paga, saluda y camina hasta el auto. Entra, apoya el taper sobre el asiento del acompañante. Agradece que sea viernes: puede internarse en el parque con el coche.

Estaciona frente a un bosquecito. Saca del baúl una reposera, cruza y elige la zona de pasto bien verde y sombra ancha para abrirla. El baúl es una caja de sorpresas: va y viene acomodando un cajón que hace de mesita, el taper con la comida, cubiertos, el celular con auriculares, una heladerita con bebida fría y la comida de dieta que le preparó la mujer.
Entre viajes patea un preservativo usado y una tanga roja de red. Deja pasar a una chica que corre mientras la scannea. –¡Vamos, falta menos!-

Descalzo, pisa el pasto y respira hondo. Se quita la camisa y la cuelga sobre el respaldo de la reposera. Se sienta. Toma un gran trago de la botella. Una brisita se cuela entre las ramas bajas. Apoya la espalda en la reposera, cierra los ojos. Sonríe.
Se acomoda los auriculares en los oídos, elige una lista y la deja correr.

Apura el choripan y se lanza sobre el vacío. Con un poco de culpa deja un borde de pan francés. Piensa en el trabajo de oficina que abandonó hace dos años. Piensa en el microcentro caliente. Piensa en la vianda que le preparó su mujer.
-No, no me arrepiento.- Sonríe. Canturrea. Y sonríe otra vez.