miércoles, 10 de septiembre de 2014

Cáncer de mama: no manden fruta

Volvió la “campaña” que con la pretensión de jugar le falta el respeto a la promoción de la salud y a la prevención de enfermedades.  

¿De qué hablo? Hay una "campaña" que circula desde hace dos o tres años, con el objetivo de concientizar / alertar / prevenir sobre el cáncer de mama.  La propuesta es pasar un mensaje en secreto entre mujeres con algo parecido a un código. Cada una debe leerlo, elegir su clave y ponerla en un estado público en el muro de Facebook, no explicar nada de esto a los varones y hacer que ellos se pregunten de qué se trata. Por ejemplo, poner en el estado el número de zapato o el color del corpiño que estamos usando. Este año es poner una fruta que identifique el “estado amoroso”. Y ESO ES TODO.

No sé si hay dos descerebradas -o dos misóginos- riéndose del otro lado del Atlántico al ver qué fácil es hacer que las mujeres hagan lo que les dicen sin pensar, o si tienen una apuesta y van midiendo la penetración de la pavada. Quizás no sean descerebradas y tengan un objetivo académico, económico, una apuesta, vaya a saber. Ya ni siquiera se ocupan de ver que las categorías sean excluyentes y exclusivas, esto es, que sólo se pueda responder una cosa. No conozco mujeres que tengan un solo número de zapato. Depende de la horma, del modelo, del tipo de calzado y la función para la que sirve. Y ni hablar del código de este año: equipara una fruta a un supuesto “estado amoroso”. Sólo una cabeza mononeuronal pudo proponer esto:

FRUTILLA: soltera
MANZANA: comprometida.
CEREZA: te haces la amiga.
BANANA: casada.
ANANÁ: hay onda
FRAMBUESA: yo soy inconstante.
DURAZNO: libre, tranquila, suelta.
PERA: yo soy la otra mitad.
NARANJA: no es posible encontrar alguien que sirva.
LIMÓN: queres ser soltera
UVA: queres casarte con tu amigo.
SANDÍA : De novia

Varias que conozco serían una frutería: casada (con uno que no sirve, por lo que querría ser soltera pero lamentablemente está comprometida mientras no le es posible encontrar a alguien que sirva), hay onda (y se hace la amiga porque está casada) y como es inconstante está de novia en secreto cada tanto con uno nuevo. O sea: banana, manzana, cereza, ananá, frambuesa, naranja, limón, sandía. No sé si se les acabaron las frutas o son demasiado mojigatas para poner en la lista una que identifique a las que tienen amantes, las bisexuales, las swingers, las que prefieren orgías y otras.

¿Querés prevenir el cáncer de mama? 

Empezá por vos: buscá cuándo fue que te hiciste los últimos estudios ginecológicos completos. ¿Pasó un año? ¿Más? ¿No sabés? Es hora de pedir turno. Los estudios permiten tomar cualquier patología a tiempo y los tratamientos tienen más efectividad. En consulta ginecológica preguntá todo lo que no sepas. Cada etapa vital tiene sus características, no todas requerimos los mismos estudios ni la misma frecuencia. Anotá lo que te digan y sobre eso, agendá tus fechas. Y cumplí con el pedido de turnos. ¿Qué es una burocracia insoportable? Sí. ¿Qué no te gusta que te aplasten las tetas? Bueno. Es una vez al año, 10 minutos. Un cáncer duele más.

Y eso no es todo.
Podés tener un estilo de vida saludable y no exponerte a lo que hace mal: comida chatarra en grandes porciones, sedentarismo, tabaco, poco descanso, infelicidad. Y podés marcar en la agenda, en el celular, en un calendario pegado sobre la heladera, donde vayas a verlo, el momento del mes en el que vas a hacerte el autoexamen mamario posmenstrual.

No te quedes en lo individual. 
Podés elegir tres amigas a las que vas a monitorear para que hagan lo mismo. Pueden poner el mismo mes del año, el que les convenga, para hacerse los estudios. Y cuando todas terminaron y hayan salido bien, festejar. O acompañar.  Y cada una de ellas puede elegir otras tres amigas y hacer lo mismo. Y si sos varón podés hacerlo igual. Eso es viralizar una buena acción de prevención frente al cáncer de mama. Y si querés, contálo en tu estado de Facebook y hacé que otros te imiten. Y ahora tendría que encontrar una empresa que compre la idea sin copiarla. Putamadre. Yo también tengo algo que hacer para prevenir el cáncer de mama. 

jueves, 7 de agosto de 2014

Un camino que sólo veo yo

Estaba todo en el mismo lugar. Iba a decir que estaba todo como lo recordaba, pero, curiosamente sólo recordaba los brazos calientes cortando el viento frío y casi nada más.
Mientras me vestía entré en pánico: no me acordaba dónde estaban las marcas, cuanto medía cada uno de los parques. Decidí el recorrido mientras salía a la avenida. Era la primera vez que tenía que armar un trayecto largo y no podía resolver. Me mareaban las cuentas. Son 4, si salgo del 1 y llego hasta el 4 son 3 y vuelvo, son otros 3, me da 6, no sirve, salgo del 1, llego hasta el 3, son 2, vuelvo, son 4, bien, ahí tengo la primera parte, vamos con eso mientras resuelvo el resto.
Caminé hasta el 1, estiré las piernas, me desabrigué y empecé a perseguir mi sombra, todavía larga.
El pie derecho avanza, reconoce el territorio, sigue el izquierdo mientras cada pierna se acomoda y el resto del cuerpo acompaña. Hay quien dice que Buenos Aires es una ciudad plana. Yo no discutiría con ellos, los llevaría a correr conmigo. Hoy, después de un año, me reencontré con cada una de las subidas y bajadas que tiene la avenida Figueroa Alcorta entre Salguero y el edificio Blue Sky. Lo que más me impresionó fue que yo no las recordaba pero mis pies sabían de cada una de ellas.
Siempre estoy empezando”, le dije el otro día a mi entrenador. Siempre pienso en eso, que siempre estoy empezando y una parte de mí se avergüenza por eso, como si fuera una falla, un error. Hoy, volviendo a esa ruta que mis pies conocen tanto pensé que el modo en el que me tomo la vida hace que siempre esté empezando, que mis caminos no son rectos, que la línea que une cada cosa que empiezo no es obvia pero es fuerte y que tiene un sentido que elijo. Que siempre estoy empezando algo que se ve porque sirve al camino que sigo, que no se ve. Ya sé, es difícil de entender.
Si paso todos los semáforos en verde, si nada me detiene, eso va a ser una señal.” Me río de lo que pienso, ¿qué diferencia tiene con esas vírgenes que pasan en facebook?
Pienso en los extranjeros que pasean, en que quizás me cruce con una amiga que trabaja cerca y me escuchó mil veces pasar por esa avenida y suspirar viendo a otros corredores y en cómo va a tocar la bocina y ponerse contenta, tan contenta como me pongo yo de poder volver a correr, en la falta de semáforos peatonales, en que no me atropelle esa bici, en que la señal de la bicisenda está puesta al revés, en que no arreglaron nada de lo que estaba mal hace un año. Igual sonrío.
Llego al 1, terminó la primera etapa. Me tocaron 4 km de semáforos en verde: todos. Y quiero que sea una buena señal.
Camino hasta la plaza haciendo cuentas otra vez. Ahora son metros: tengo que llegar a 1000. Resuelvo y cambio sobre la marcha: no voy a caminar 1000, me enfrío muy rápido. A los 600 vuelvo a correr. Mñnsnss, tres plazas y me van a faltar 600, voy por las tres y calculo
Corro, corro, corro. Esta la tengo dominada. Sé dónde hay una raíz suelta, dónde un fierro levantado, cómo evitar la columna cuando viene alguien de frente. Está seca, no voy a patinar. En la primera vuelta controlo la mierda perruna y ya sé dónde no pisar. Los vecinos de Castex y Cavia también son sucios, sí señor.

Faltan 4 días para el cumpleaños de mi última carrera, faltan 25 para la próxima. Porque siempre estoy volviendo a alguna parte. Siempre estoy empezando algo visible mientras sigo un camino que, a veces, sólo veo yo. 

domingo, 20 de julio de 2014

Amigas en segunda oportunidad

 Con Gladys nos conocimos a los 5 años.
Usábamos delantal con tablas y una valija de cuero.
Ella tenía su lugar en la fila bien adelante y yo por el medio.
A mí me peinaban con dos trenzas que a media mañana ya estaban deshechas; ella tenía el pelo largo, por la cintura, como yo hubiera querido tener. Su mamá le hacía una colita bien firme con una hebilla francesa y una trenza apretadísima que le duraba todo el día.
Usaba unas argollas de oro facetadas, porque a ella sí la dejaban tener aritos.
Gladys tenía hermanas mayores, ella ya sabía cómo eran las cosas. Vivía a la vuelta de la escuela y almorzaba en su casa.Yo vivía lejos,del otro lado de las vías del Mitre, volvía en la camioneta de Norma y mi familia se desentendía de mí por todo el día.
Con Gladys nos llevábamos horrible. Todavía tengo una marca en un dedo  que dejó la punta de una escuadra que me clavó en un forcejeo vaya a saber por qué.

A Claudia no me acuerdo exactamente cuando la conocí. Me parece que fue en 3º, cuando mezclaron los grupos por primera vez. Es que en la mitad de 3º yo pasé del medio de la fila al fondo. Claudia era la de atrás en la fila y a la que le peleaba el espacio cuando girábamos para subir al aula y ella quedaba adelante. Una estupidez, pero bué. Hoy veo adultos en el subte haciendo lo mismo. También peleábamos por las hamacas del parque del colegio.  
Pasamos muchos tiempos sin hablarnos. Nos amigamos muchas veces. Y nos volvimos a pelear.

El puntaje del examen de ingreso me alcanzó para entrar en el turno mañana  de la secundaria. La desgracia me depositó en 1º6º, una división con Francés y Latín y la suerte me hizo vecina del Hada Patricia, quien toda su vida –su vida de 13 años, claro- soñó estudiar francés y me dio su lugar en 1º7º, que sólo tenía Inglés. 
Yo detestaba el vóley con todo mi corazón así que con Cristina, que estaba en 1º6º, tampoco compartimos las clases de Educación Física, ni colectivos ni nada. Vivía en Ballester y yo en Capital. La tenía de vista pero recién nos cruzamos en 4º1º, cuando caímos en el Bachillerato Pedagógico. Era rubia, quilombera, hablaba de igual a igual con los varones. Algunos hasta le tenían miedo. La escuela para ella era un trámite que había que pasar; se conocía todas las trampas y estaba siempre al límite: caminaba por la cornisa, literalmente. Estudiaba fotografía en la Panamericana de Arte y leía muchísimo pero yo no lo sabía. La miraba, la estudiaba quizás. Era lo que en el modelo de mi familia no había que ser, en un tiempo en el que lo que la familia pretendía de mí era axioma.
Pasé la secundaria esperando una vacante en una escuela de periodismo y tuve una vida paralela a la escolar, sobre todo desde los 14. Mis mundos incluían actividades distintas a las que vivían mis compañeros: no sólo hacía deporte sino que estudiaba fotografía, geopolítica de Medio Oriente, editaba una “revista subte” y participaba de grupos sociales en el club. Viajaba sola, lejos, tarde. Leía, leía mucho. Lo corriente, lo infrecuente y lo prohibido.

Mis verdaderos amigos eran los del club. En la escuela era rara. Y me ofendí mortalmente cuando Cristina trajo la “novedad” de la Trova Cubana: yo escuchaba a Silvio y a Pablo en cassettes piratas desde hacía dos años, los había descubierto a través de la revista Humor pero en la escuela nadie me había escuchado a mí.



Ni con Gladys, ni con Claudia, ni con Cristina supimos ver la cantidad de cosas que nos hermanaban desde la infancia. Pasamos años midiéndonos y los desencuentros nos ganaron.
Cada una eligió una vida distinta, desde lo personal, lo profesional, lo familiar. Distinta es enormemente distinta: tener hijos, con quién tenerlos o no tenerlos, vivir con alguien o no, trabajar, para quién y con qué sentido son parte de las cosas que nos separan.

Gladys, con una militancia envidiable se ocupó de juntar todos los teléfonos y de hacer contacto con cada una de las compañeras de la primaria cuando todavía no había redes sociales. Ella se acuerda de cosas que yo nunca hubiera retenido.
Claudia y Cristina volvieron a mi agenda con Facebook.

Podemos pasar semanas y meses sin saber de la otra. Bueno, yo de ellas, que son muy reservadas en las redes sociales. Lo cierto es que las tres tienen un radar para saber qué decir y cuándo, incluso cuando no nos tenemos a la vista. Nos admiramos y creo que nunca nos lo dijimos. Sabemos tener las lenguas más filosas y largas y las palabras más amorosas. No me imagino tomando una decisión importante sin consultarlas. No me imagino tener una angustia o una duda y no compartirla con ellas. No me imagino tener una alegría y que ellas no se enteren.

Construimos –y no sé cómo ni cuándo- una complicidad y un entendimiento tan profundo como sólo pueden hacer aquellos que no juzgan al diferente sino que intentan calzar sus zapatos y mirar el mundo desde ahí. Sus palabras se construyen desde lo que ellas sienten y son pero siempre en foco con lo que la otra siente y es.
Necesitamos crecer para vernos en la coincidencia. Crecer de madurar, no de cumplir años.
Es cierto que no hay otra oportunidad para una primera impresión. Y es cierto que las primeras impresiones pueden cerrarnos oportunidades. 
No voy a discutir eso de que “todo encuentro es un reencuentro”. Qué sé yo si es verdad. Lo que sé es que con Gladys, Claudia y Cristina dimos vuelta esa frase: el reencuentro fue un encuentro. Y a mí me llena de felicidad. 

sábado, 14 de junio de 2014

Volviste un día

Dos horas y cuarto para llegar.
Saber que todo lo que había llovido tenía que haber dejado el parque como una pileta.
Saber que no podía correr en tierra ni en asfalto.
Ver que se hacía de noche y no llegar.
Andar el barrio donde se amontonan mis juegos de infancia con los sueños deportivos.
Respirar ese aire verde y mojado, espantar la molestia.
Llegar, charlar, empezar: abdominales, elevación de cadera, gemelos, sentadillas, y así.
Una vuelta de caminata rápida por asfalto.  “Si te veo corriendo te bajo a piedrazos.” Bueno. Entendí.
Salir por esos 900m. Sentir que viene alguien corriendo fuerte y que baja la velocidad.  “Volviste un día”, me dice desde atrás, sonriendo,  sin parar y subiendo  la velocidad.
Sentir que mi boca crece, se arquea y que la sonrisa no me entra en la cara.
Sí. Un día volví.  


miércoles, 26 de marzo de 2014

La magia de verla en el cine


Y véanla en el cine.” Así terminan las recomendaciones de la mayor parte de los críticos que leo. Se puso de moda ver las películas en casa, en copias de baja calidad y dudosa legalidad.

Ver una película en el cine es un placer. Las alfombras mullidas, llegar a la butaca, las luces que se van apagando de a poco y que quede la pantalla enorme presidiendo la magia. Por dos horas el sonido y la oscuridad envuelven y la emoción se impone. 
Linda escena, ¿no? Es la figurita difícil del álbum de las buenas experiencias. Hoy ver una película en el cine tiene altas chances de ser un descenso al infierno. 

Conseguir entradas es pasar un laberinto de horarios, colas y caprichos –cuando no corrupciones- de los boleteros. 
-¿Me das para mañana a las 19.00?-
-Son 16 filas, tengo de la 8 hacia adelante al centro y si no en las puntas.-
-¿Cómo? ¿No tenés más atrás?-
-Sí, en las puntas.- responde imperturbable.
-¿Vos me estás diciendo que a las 11 de la mañana del día anterior no tenés buenas entradas para las 19.00 de mañana?-, digo, y sí, subo el tono.
-Fila 15 al centro.-
-Ah, mirá. Encontraste.-

Y al día siguiente, la fila 16 vacía y los que finalmente la ocuparán parcialmente van a entrar con la película empezada. 

El horario de inicio es el horario en el que comienzan los comerciales. Nunca más se encenderá la luz así que hay que ver 20 minutos de promociones antes de llegar a la película elegida, porque tampoco hay acomodadores ni como encontrar la butaca en la oscuridad. 

La gente ya no va al cine a disfrutar de una película. Va al cine como puede ir a un bar o a la casa de la tía Pocha o simplemente a no estar en su monoambiente mirando la cara de otro con el que convive. Eso explica que en los últimos años el cine se haya convertido en un comedero de compulsivos, en un living incómodo para poner los pies sobre una mesa y donde muchos no ahorran los comentarios con el vecino, las risas desubicadas, los celulares sonando, el moverse o pararse molestando a los de atrás o los costados.
¿Qué es lo que lleva a una persona a no poder pasar dos horas sin masticar algo? Viene de almorzar, de merendar, va a cenar y no puede parar de revolver dentro del megabalde de pochoclos, de sacudir un supervaso de gaseosa con hielo, sorberla con ruido y pasar el balde, el vaso o cualquier otro comestible al amigo, hasta que alguno llegue al fondo. 

La música puede ser gloriosa, la puesta puro arte, el guión puede tener pilas de pequeños gestos que ellos van a perderse y van a hacer que te pierdas por sus ruidos, sus comentarios, sus risas fuera de tiempo y en los momentos dramáticos de la película. Y no sólo risas: hay quien le habla a la pantalla, discute dónde fue filmada esa escena, grita… 

La película termina y se apuran por irse. Te pisan, te tapan los títulos del final y se amontonan en la escalera a no poder salir, porque claro, nadie baja velozmente las escaleras de escalón doble en semioscuridad... sin contar los que se paran en medio porque se arrepintieron. 

Fuiste al cine por la maravillosa experiencia de disfrutar una película en un ambiente apropiado y salís con calambres por cogotear, molesto por tener que buscar el momento y el tono para pedir silencio o mirar fuerte al que toda la función empuja tu butaca con las rodillas como si eso pudiera agrandar su espacio para poner las piernas, por no hablar de la lucha a codo partido por conquistar el apoyabrazo… y al bajar la escalera cuando todos salieron recordás la escena con el vendedor de entradas. 

Quizás los críticos hayan quedado fijados en la salida al cine de la infancia, esa fiesta, ese encuentro con los vecinos del barrio, esas ganas de tomarle la mano y besarlo quizás, esos tiempos en los que hacíamos barbaridades y eran otros los que se enojaban. O en el sobre que pasan las cadenas de cines, aunque dudo. No lo necesitan.

Pantalla gigante, sonido de avanzada, 3D, butacas amplias, alfombras mullidas… y un catálogo de hijos únicos que arruinan la experiencia. Que alguien haga algo. Que ir al cine vuelva a ser aquel tiempo mágico para el asombro, el miedo, la alegría, el tiempo detenido por dos horas. Y ahí sí, yo también voy a decir “y véanla en el cine”.

lunes, 10 de marzo de 2014

210 días

Countables and uncountables, escribía Miss María Elena en el pizarrón.
Countables and uncountables, pedía Miss María Elena con su vozarrón. 
Countables and uncountables,borroneábamos en el cuaderno de Inglés de 3º
Countables and uncountables. 
No sabía que los iba a usar en otro siglo para contar algo en un cuaderno digital.


Siete meses. 210 días.
Tres estaciones: invierno, primavera, verano.
Más de 20 visitas al piso 17 en el que atiende el traumatólogo. Otras 20 al área de diagnóstico por imágenes de una clínica porteña. Varios retos por usar la escalera para ir al entrepiso. ¡Al entrepiso! Nunca superar la impresión de las camillas, las sillas de ruedas, la soledad infinita y vulnerable de quien espera por un estudio médico. Siempre agradecer las sonrisas, los buenos deseos y la ayuda del personal de la clínica, esos que no necesitan conocernos para ponerse en nuestro lugar.
Cuatro inyecciones de calmantes para caballos que parecieron agua.
Muchos “vos no podés seguir arrastrando ese pie”.
Muchos “no sé cómo hacer para no seguir arrastrando este pie
Cuatro bolsas de hielo en gel entrando y saliendo del freezer. Una bolsa de neoprene donde entra la bolsa de gel y se enrolla en el pie.
Saltos, saltos, saltos. Para bajar de la cama, para llegar a la cocina, para llegar a la heladera, para entrar en el baño. Planear cada recorrido, evitar un metro de más.
Una imagen que muestra el calcáneo como un abanico.
Una bota Walker.
Miles de lágrimas rodando por las mejillas, pilas de moco en pañuelos de papel.
Otra media maratón perdida. Un dolor sobre otro dolor.
30 sesiones de kinesiología. 60 veces andar y desandar el camino, 40 cuadras cada vez. Kilómetros de veredas rotas, desparejas, en pendiente, inundadas, con obstáculos, con piedritas que hacen rodar la bota rígida. Kilómetros cortando el viento frío perdidos, bandadas de pájaros que no veré, miradas de “hay 2ºC y esta trastornada anda en manga corta” que van a esperar hasta el próximo invierno.
Un par de muletas que nunca usé.
La cama, el sillón y que todo el resto lleve el doble del tiempo.
100 días de home office.
Varios libros sin terminar.
Un curso.
Más de 100 vecinos y ningún abrir el ascensor o preguntar ¿necesitás algo? Unos cuantos sin privarse de abrir la puerta y tirármela encima.
Incalculables caminantes y usuarios del subte D empujando, pisándome y pateando la bota. Dos distintos: una pasajera que una vez me dio el asiento en el subte y un colectivero del 110 que arrimó el bus y esperó para que pudiera subir y bajar.
Cataratas de madres con cochecitos, de señores mayores con carritos, de niños con skates y patinetas descontroladas detrás de mí y la habilidad para sonreír y levantar el pie como un flamenco rosado.
El verdulero de Coronel Díaz emocionado con mi historia y diciéndome “falta menos”.
Pilas de ¿qué te pasó en la patita, dónde metiste la patita, te lastimaste la patita? dichos por señores que no estaban interesados en saber de mi patita.
800g de masa muscular perdida.
1500mg de calcio al día para cerrar la fractura.
Varias pasadas por la caja de discapacitados del super con gesto desafiante de “vení a adelantarte ahora, vos, averiado, embarazada, yo también tengo prioridad…
Incontables mensajes de aliento, de apoyo, de ayuda, de solidaridad de gente que conozco y quiero mucho, de gente que no sabía que me quería tanto, de gente que no sabía que existía.  
Algunas ausencias. Ninguna inesperada.
Miedo. Miedo de dejar la bota, de las patadas, del dolor, de no poder volver.
Mil veces la pregunta repetida ¿cómo fue que pasó?  y cero respuestas.
70 días de pileta, spinning, gimnasio, por seis días a la semana. Cuatro meses de Pilates.
210 días  construyendo paciencia, templanza, alternativas.
210 días cargando esperanza.
210 días aprendiendo –otra vez- de eso que no hubiera querido que me pase.
210 días viendo que otros hacían cosas que yo estaba queriendo hacer.
210 días pensando que quizás no pudiera volver.
210 días sin consuelo.
210 días sin correr.

martes, 4 de marzo de 2014

¿Alguien puede pensar en los niños?


Piden, piden , piden. Son máquinas de pedir. 
Las zapatillas con luces, sonidos, ruedas y marca original. Ropa, discos, cuadernos, entradas al teatro, todo de esa estrellita de marketing que cobra lo que no cuesta ni vale. 
Y el menú de cadena de comidas rápidas, y el muñequito, y la computadora y el acceso a la web de ese ladrón que dibuja gatos.
Y todo lo que la tanda de la TV ofrece. 

Y vos, que ya te quejaste muchas veces porque todo lo que les compraste queda tirado por ahí después de unos días de atención, seguís corriendo todo el día para juntar la plata que te permita pagarlo. Tenés la vida puesta en eso y aún así nunca alcanza.  

Pará. Quizás lo que piden no sea literal. Pará un minuto a mirar a tus hijos.  O un rato. O muchos ratos. 

¿Necesitan esas zapatillas o necesitan zapatillas que sostengan sus pies en crecimiento y gritarte "a que no me ganás" y correr por la vereda hasta llegar a la puerta de casa o jugar un "metegol entra" con vos de arquero?

¿Necesitan ir al teatro cada vez que se presenta esa gritona del marketing? ¿Cuántas veces te paraste frente a la TV y trataste de sacar la coreo con ellos sólo para reírte y compartirlo?¿Cuántas remeras con la gritona y cuántas hechas entre hermanos una tarde de sábado en la mesa de la cocina con anilinas y pintura para tela?

¿Cuántas veces te piden comida congelada e industrial por no conocer el gusto de la comida casera, esa de la que no podés ocuparte porque trabajás un millón de horas para pagar patitas de plástico frito y conservantes? ¿Cuánta factura de panadería y cuántas galletitas deformes amasadas en un feriado en familia? ¿Cuánta verdura rechazada en el plato y cuántas visitas a elegir en la verdulería?

¿Cuánto pedido de combo de comida chatarra porque no saben lo que es extender un mantel en el parque y hacer un pic nic? ¿Cuántas veces se levantaron de la mesa enojados después de mil "se quedan quietos" y cuántas se fueron a seguir filas de hormigas para terminar pateando un hormiguero? (y guardia médica y antialérgico cada 8hs por las picaduras, eso también.)

¿Cuánto quieren el acceso a la web del ladrón de gatos dibujados y cuánto quieren jugar pero ya les dijiste "más tarde" cuatro veces y terminaste haciéndolo de mala gana? 

¿Cuántas veces te vieron saltando de pantalla en pantalla y cuántas veces pasando páginas de un libro escuchándote reír o viéndote esconder un pañuelito y decir "ya voy" y no poder dejar de leer? ¿Cuántos cuentos les contaste por las noches, cuántas voces de personajes creaste para ellos?

¿Qué canción inventaron juntos en un largo viaje en tren, de qué cosa se ríen todos los años en las fiestas que se repiten, cuántas veces respondiste sus dudas de verdad y sin querer sacarte el tema de encima? 

¿Cuántas veces te interesaste en lo que les gusta, lo que disfrutan, en sus maneras de aprender?¿Cuántas veces respetaste sus tiempos para entender y aceptar, cuántas veces aceptaste que ellos pueden querer algo distinto a lo que te gustaría que quieran y que no son un bloque, que cada uno de tus hijos es un ser distinto? ¿A cuántos "papá miráme" no prestaste atención? ¿De cuántos "mirá, mamá, mirá" te desentendiste? (Descontando los respetuosos "termino con esto, dáme un ratito, estoy haciendo algo que no puedo dejar". Claro que tenés derecho a una vida de adulto.) Los chicos se dan cuenta cuando no se interesan en ellos y con eso hacen lo que pueden. Lo primero que pueden es pensar que es culpa de ellos y sufrir. Sufrir mucho y tupido.

Las marcas de infancia que quedan son la experiencia y la emoción. Requieren que le pongas el cuerpo de otra manera: cuestan menos plata que responder con todas las herramientas del consumo y mucho más compromiso afectivo. El rendimiento es a largo plazo. Lo peor que puede pasar es que en 20 años se rían juntos porque reclamaban zapatillas de marca con chip y GPS, esas que ahora no van a comprar a sus hijos porque a los 7 años no hacen falta. 


miércoles, 26 de febrero de 2014

Redondo, continuo, dondequiera que esté

El trabajo de hoy va a ser sencillo. Mucho plano, llanura, algún tramo pequeño de fuerza. Cada uno arma su ruta, cada uno elige su paisaje. Mantenemos siempre 8 a 9 vueltas cada 6 segundos, cambia la carga y se mantiene la intensidad.”
Bueno.
Sonrío, controlo las vueltas, marco la carga, me pongo los 15 años al hombro y salgo.

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-Sin desayunar no salís, eh! Lleváte un buzzzz…-  Je. Me escurro por el costado, saco la bici, atajo el perro. -“No, vos no venís”-, le explico y le esquivo la mirada para que no me cambie el plan.

Trepo a la bici y voy por la vereda de la 18 hasta la esquina.
En la puerta del Lechuga salto el cordón, me lleno de endorfinas, pienso que ÉL me está mirando desde la ventana y no me entra la sonrisa en la cara.
 

Tomo la 23 hasta la 12. La cuesta abajo se pedalea sola hasta que aparece el mar de fondo. Doblo al sur, subo a la rambla; sonrío al carpero del Golondrinas  y sé que más tarde vamos a charlar en la orilla y voy a seguirlo cuando anochezca y empiece a levantar las lonas que ahora baja. Suspiro.
Paso el Pleamar y ahí donde parece que se termina todo miro para abajo: yo sé que en ese pedrerío empieza algo nuevo.
Mirando ese mar aprendí que el Este queda del lado del que sale el sol.  Cada verano un poco más alta, cada verano el mismo mar.


Al Este el sol que raja el horizonte; al Oeste, casas bajas y baldíos llenos de cortaderas, cardos y esa planta con olor a hinojo. Me quedo mirando la casa redonda de la esquina, debe ser la 35, justo donde se abre la diagonal. El ventanal inmenso, el techo de tejas, la vista abierta y una señora de salto de cama blanco comiendo yogur La Serenísima rojo. Amaría vivir en esa casa con ese living pecera. Cuando sea grande, prometo.

Pedaleo, pedaleo, pedaleo. Redondo, continuo, parada, sentada. El muelle despide a los últimos pescadores de la noche, esos que se van derecho a la pescadería para no pasar vergüenza. Me río, me río fuerte. Me acuerdo de esa mañana en Romano comprando pescado entero. A todos nos pasó.

¿Entro al Vivero? Hoy no. Clavar la rueda cuesta abajo en la arena y volar sobre la bici es una vez por temporada y entre amigos que me levanten. Hoy es temprano, estoy sola. No.

Giro y deshago el camino.  El Playa Club, el nuevo Belmes, el de paneles azules empieza a mover las cortinas. El olor de las facturas de la panadería llega suavecito.

El sol me pega de costado. Sé que tengo la base de los cachetes con rayitas blancas de tanto achinar los ojos.
Sigo por Costanera, casi desierta. Bajo a la calle. Sos grande cuando aprendés a andar sin rueditas y sos más grande cuando podés andar sola por la calle.

Paso edificios de un lado, paso balnearios del otro. El mar, siempre el mar, planchado y con puntillas blancas cuando muerde la costa.
Pedaleo redondo, pedaleo continuo en una bicicleta meh alquilada por toda la temporada. Igual, es mejor que las bicis de asiento banana como tienen los hermanos de la carpa de enfrente. Mucho mejor. Bici inglesa mata a bici banana, obvio.

Uh. Cierto. Estudio móvil de Radio Rivadavia. Hoy viene Velasco Ferrero. Van a hacer “Buky, el perro departamentero” en vivo al lado de la playa. Voy a ver hacer radio y pienso que me voy a morir de emoción. Tengo más pulsaciones que en cuesta empinada.

Veo el arco de salida de la ciudad. Canto “la ciudad del niño es Miramar, con miras al futuro mire Miramar, la ciudad de todos para disfrutar, del aire, del sol, de la brisa del mar, por LU6, Emisora Atlántica LU6”, porque ¿para qué ser coherente si se puede mezclar todo?

Cruzo el arroyo “El durazno” y el cartel de Kon Tiki. Me da risa ese nombre.
Ojo, esto es ruta. Escucho a la tía Sarita: “Juicio, niñas, juicio”. Me río fuerte pero igual me siento derecha, aflojo los hombros y pongo más atención. Esto es ruta, ojo.
Cambian los edificios y la rambla por médanos cargados de esos arbustos que parecen pinos y uñas de gato. Qué planta asquerosa, qué feo olor tiene.  

Cuesta para arriba con curva, cuesta para abajo con contracurva, tramo llano.  Fuerza, fuerza, fuerza, la tentación de soltar las manos y gritar de alegría pero no, la calma del llano. No sé si me sobra aire o me falta capacidad en los pulmones pero lo quiero todo conmigo. ¿Dónde se guarda el aire rico para cuando no hay? El viento me pega en la cara y si alguien me dijera “esto es la felicidad” diría “quiero dos”.

La banda de sonido es un fondo de gaviotas, un auto que pistea y El Rápido del Sud de las 9 que viene contracarril desde Mar del Plata.

Paso el Golf. Qué cosa esplendorosa vista a lo lejos. Cómo harán para mantener ese césped tan verde al lado del mar. Sí, se me coló una pregunta de mi padre. A mí no me importa mucho su obsesión con el pasto.

Mi límite es Las Brusquitas. Si no estuviera con la bici me internaría a buscar cangrejos y caracoles pero sobre todo, a tener 10 años otra vez. Vuelvo sobre mis ruedas, que es como volver sobre mis pies cuando monto en bicicleta.

El sol viene más alto. Ato el Penguin azul en la cintura. Bermuda de jean, manga corta, la malla abajo, claro, zapatillas y el pelo en una hebilla francesa. Pienso que en semanas va a ser delantal blanco, medias azules, zapatos, filas, "SILENCIO, SEÑORES", himno y altaenelcielounáguilaguerrera y me quiero morir. Otro año sin la vacante en la escuela de periodismo, otro año de grupo nuevo, otro año de que no pase lo que quiero, de que no pase ya. ¿Extrañar? Sólo a Marcelo, a Gaby, a Claudia. Hoy tiene que llegar encomienda. Sí, no nos alcanzan las cartas. Y las cartas que nos escribimos pesan como encomiendas. (7607) - Miramar debe ser lo más repetido de toda mi escritura adolescente, porque "las cartas sin código postal no llegan, eh". Y las encomiendas tampoco. El cartero llega a las 11.30 y es la bisagra de la estabilidad familiar: sin cartero no hay amigos. Espanto la idea del colegio y pego la vuelta.
 
Más pedaleo. Pedaleo continuo, redondo, parada, sentada. Los brazos relajados, los hombros descargados. ¿Entro por el Parque de los Patricios? No. Me gusta cruzar el arco, ver “Bienvenido a Miramar, la ciudad de los niños”, sentir que llego a casa y levantar los brazos como si hubiera ganado algo.

Sigo por la Costanera, doblo en la 23. Ya hay cola en "La Telefónica" que está adentro del Belmes. La gente pide la llamada y espera horas, todo para decir “llegamos bien, todo carísimo, a la playa no fuimos ayer, sí, la tía está rojo tomate, buenotedejosecortasecortasecorta”.

Quiero meter un último sprint pero la avenida ya no me deja. Desde que el viento me levantó en la esquina de la 14 y la 23 paso por ahí con respeto. Miedo, bah.

De lejos veo el Lechuga, de cerca huelo que Don Gennaro ya está friendo empanadas de mariscos. Doblo en la 18 cruzando como no se cruza pero soy una adolescente inmortal y no puede pasarme nada.
Pongo las zapatillas en el piso y sé que la magia terminó.
Entro la bici por el costado, atajo al perro pero me conmuevo y lo dejo salir un rato a la vereda.
-“No, los diarios no llegaron”-, miento desde el porche.

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Suena Coldplay. Suelto el manubrio, levanto los brazos, soy una campeona, me río.
Te vas a estrolar”, me grita la profe de spinning. El salón en penumbras, las 26 bicicletas quietas y alineadas a centímetros, las ruedas van bajando la velocidad.

Cualquiera que no hubiera viajado toda la clase se hubiese reído. Yo no. Yo sé que si soltaba el manubrio podía caerme. Aunque no hubiese clavado la bici y la cabeza en la arena del Vivero. Estaba en la ruta. Estaba en la calle. Así van en bici los grandes. 

martes, 4 de febrero de 2014

Derecho a la educación, derecho a la infancia

"Escuela 3, escuela de mujeres,
Escuela 3 es la mejor que hay,
Escuela 3 no acepta mariquitas
ni nenitas de mamita como las del Panamá..."

No tenía idea de qué era una mariquita y el Panamá era sólo un país, pero esa era la canción de mi escuela así que la cantábamos a los gritos, sobre todo a la salida mientras esperábamos para subir a la camioneta de Norma y Rodolfo y cuando fuimos más grandes, caminando al 156. No sé por qué el enemigo eran las chicas del Panamá, la canción la heredamos y las tradiciones no se cuestionan.

Mi escuela era gigante vista con ojos de niña: media manzana de aulas, patios, comedor y un parque inmenso con juegos, pinos y hasta un duraznero que florecía en primavera. Del otro lado de la pared, la Escuela 4, llena de varones y en vez de parque una pileta en la que me tiré en lo hondo como los grandes por primera vez. 

Recuerdo todas las variables que daban vuelta en mi familia a la hora de elegir mi escuela. Pública, mixta, doble escolaridad, cercana, que hubiera algún chico del Jardín... 
Me llevaron a recorrer la de la Avenida San Martín, la República de Nicaragua, a la Grecia. Y ganó la Escuela 3, aunque no era mixta, quedaba como a 20 cuadras y con la vía del tren en el medio. Tener una vacante en la Escuela Grecia era difícil. Dificilísimo. Mis abuelos retrasaron su mudanza y dijeron que yo vivía con ellos, a cinco cuadras de ahí. Sé que mi zeide llevó el banquito de madrugada para hacer la cola, sé que mi babe estuvo ahí. El primer día de clase y todavía con arena en las orejas, adentro de un delantal con tablitas estaba yo con mi valija, muerta de miedo y sin amigos.
Con el tiempo la escuela fue el lugar central de mi vida. Un lugar para aprender, para correr, para descubrir quién era, para hacer amigos, para sacar mis mejores partes. Y para recorrerla y jugar los sábados cuando se reunía la Asociación Cooperadora "Los Amigos de los Niños" y los papás nos llevaban mientras ellos dejaban su fin de semana en hacer una escuela mejor para nosotras. Jugar a la maestra en la escuela, escribir en el pizarrón sin que nadie nos retara, correr y patinar en el patio largo, largo, larguísimo y rechinar las zapatillas y que Josefina la portera metemiedo no pudiera decirnos nada porque estaban nuestros papás, que las hamacas alcanzaran para todas...

La escuela es el mejor lugar del mundo cuando fue elegida para vos, cuando está de acuerdo con el estilo de vida de tu familia y te lleva a descubrir y sacar lo mejor, eso que no sabías que tenías pero que los maestros saben desenrollar. Cuando sos grande y volvés al baúl de los buenos recuerdos, seguro que muchos salen de la escuela.

En la Ciudad de Buenos Aires, el distrito más rico del país, este año entre 7000 y 9000 chicos que eligieron la escuela pública no tienen vacante y un número incierto no tiene vacante en la escuela que su familia eligió, como mis papás eligieron hace tanto una escuela para mí. 
El Gobierno a cargo de la Ciudad les ofrece a los primeros la nada misma -las disculpas del Ministro de Educación son la nada misma, sí- y a los segundos viajar por sus medios una hora y más para ir a una escuela con otro proyecto educativo, distinto al que las familias consideran mejor para esos niños y adolescentes. Dos horas o más para cuatro horas y media de clase, o tres, o cinco, con niños que necesitan que alguien los lleve y los traiga. Impracticable. 

La Ciudad de Buenos Aires considera a la educación un derecho. La familias que están eligiendo la educación pública como opción educativa ven lesionado su derecho a elegir. Son derechos consagrados en la Constitución de la Ciudad en sus artículos 23 y 24.  

El Gobierno a cargo de la Ciudad, votado por la mayoría de la ciudadanía está en su segundo mandato y ejerce el poder desde el 10 de diciembre de 2004. El gobierno nacional transfirió la educación de nivel primario a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires en 1978 y el nivel secundario en los 90. No hay espacio para decir que "fue un problema que nos tiraron por la cabeza", frase de cabecera de esta gestión. 
Hace un año la polémica era porque cerraban grados completos en las escuelas públicas, hoy el drama es que miles de familias no tienen vacantes en las escuelas públicas. Algo que no supieron prever; un error imperdonable o una definición del concepto de educación pública que hoy queda a la vista: llenarse la boca defendiendo la educación pública con el discurso no sirve cuando no se acompaña con la gestión. La falta de vacantes deja a la vista un problema complejo que se lleva puestas miles de infancias. Y la infancia no tiene repuesto. 



jueves, 23 de enero de 2014

Mis mayores aplausos

Una no quisiera que estén, pero están en el medio de todo.
Son feos, gordos, viejos. Y la mayoría son feas, gordas, viejas.

Acomodan su celulitis adentro de una calza, hacen lo que pueden con su pelo falto de tintura, se ponen zapatillas y una remera que les tape lo que pueda y se internan en el gimnasio. 
Ellos, justo es reconocerlo, son menos. Portan piernas flaquitas, pantorrillas casi inexistentes y sus panzas se extienden hasta medida secarropas. No saben qué hacer con sus escasos pelos, que no pueden atar. 
Si todos tenemos cuerpos imperfectos ellos están en condiciones de ganarnos en cualquier concurso. 

Dan vueltas entre las máquinas, charlan entre ellos, con los profes, buscan alguna complicidad. No importa si dejaron la mitad de uno de tus sueldos en una casa de deportes o se vistieron con lo último que usaron para moverse allá por 1980: todo les queda feo, no combina, no es adecuado para la actividad. 
Cargan bolsas y carteras -resisten a los bolsos deportivos- y huyen al mediodía cual Cenicientas porque la hora del almuerzo y la siesta son sagradas. 

Las que se animan a la pileta hacen de la vida de vestuario un ritual y ya en el agua rompen soberanamente las gónadas de los que van a entrenar de verdad. No respetan los carteles que marcan los ritmos, no tienen estilo, van lento y a los golpes por fuera de su andarivel. Emulan a Mr.Magoo y salen ilesas de todo mientras el resto se cuenta los moretones y raspadas ganadas en evitar sus sopapos. 

Se llevan las risas y las miradas con sorna de casi todos. No la pegan en las clases, charlan, se sientan sobre las máquinas que otros necesitamos, dicen boludeces y tienen un bar donde sentarse a hacer sociales pero no ven el bar como un espacio de pertenencia. "Sienten que pertenecen si están acá adentro, con todos los que hacen deporte", me dice un profe. Y tiene razón. 
Necesitan charlar, salir, tener algo que hacer y los médicos los mandan a "hacer gimnasia". En medio de esa confusión se mezclan con los que hasta hace unos años eramos los dueños de los gimnasios, los deportistas, que tenemos que aprender a convivir.

Aplaudo fuerte que tantos adultos mayores, con toda su imperfección, hagan cosas por estar mejor. Son los que pasaron la barrera de la falta de proyecto, de la depresión, del deterioro, del "eso es para jóvenes", del temer salir de sus casas, del inventar excusas para no poder. 
Muchos de los que se ríen de los viejos en el gimnasio lo hacen con el culo enterrado en un sillón o sin ver que un día ellos también serán viejos y le pifiarán a la ropa que se ponen o a por dónde hacen pasar el lápiz labial. 
Y sí, claro, me enojo cuando me interrumpen mi actividad, es cierto. Igual les acompaño la charla en el vestuario, en los pasillos o en un alto del entrenamiento y les saco una sonrisa y sonrío también. ¿Desde cuándo está mal querer la atención de alguien? ¿Desde cuándo está bien negarla por prejuicio?

Y ahora me voy. Tengo que desinfectar el raspón del dedo. Me di la cabeza contra el borde de la pileta y la mano pegó contra la piedra. No, la señora ni se enteró. Ella siguió haciendo como que nadaba. Putamadre. 

jueves, 9 de enero de 2014

Viajar con Jóse


-Y vos ¿cuándo vas a venir a mi clase?
-No, paso. Fui a probar la semana pasada la clase de la mañana y todavía me duele. Sufrí mucho. 
-Vení a la mía. 
-No, además están esos dos que se ríen y opinan mal de todos, no quiero. 
-La semana que viene se van de vacaciones. Vení. Cuando vuelvan ya vas a estar adaptada y no va a importarte. 
-...
- El lunes a las 20. Te espero. 

Ese lunes abrí una puerta y me quedé en la sala por mucho tiempo. 

Jóse (nunca supe por qué Jóse y no José) se ocupaba de que cada uno tuviera la bici calibrada para su altura. Saludaba, sonreía, antes de empezar nos preguntaba como estábamos y nos contaba de qué se trataba la clase del día. Nunca se le escapaba algún nuevo, del que se ocupaba especialmente. Bajaba las luces y dejaba alguna de fondo, imprescindible para verlo. Buscaba entre los CD´s, elegía uno, lo acomodaba en el equipo, conectaba el micrófono. Se cambiaba las zapatillas y nos invitaba a rodar.

Desde arriba de su bici miraba todo. "Estás cargando sobre los hombros, el peso va sobre las piernas", "el pedaleo en redondo, sin rebotes", "cargá más, te falta peso", "los pies paralelos al piso", nos decía. No nos sacaba el ojo de encima hasta no chequear que habíamos aprendido la técnica. Bueno, después tampoco. 

Sus clases de spinning eran un viaje: explicaba antes qué tipo de trabajo técnico íbamos a hacer y también nombraba los paisajes. Después, no era sólo pedalear, cargar, descargar, posición 1, 2 ó 3 sino rutas planas, cuestas, bosques, montañas, curvas y contracurvas... Jóse armaba un camino en donde el esfuerzo quedaba en segundo lugar, porque lo primero era el viaje. Y era un viaje al que íbamos todos: nada de esa cosa loca de dar órdenes a los gritos. Cada cambio era una invitación a hacerlo juntos y sin imperativos. Adoraba esos viajes de martes a viernes a las 20, que terminaban cuando me paraba con los dos pies en el cuadro y saltaba al piso con los dos pies juntos. Nunca supe cómo inventé eso pero siempre sentí que recuperaba dos segundos de infancia. 

Nunca necesitó levantar la voz; nunca atronó con la música. Palabras sobrias, música justa, gestos entendibles. Tiempo de subir, de bajar, de tomar agua, de secarse el sudor, de estirar, de volver. Porque tiene que volver a la calma el corazón que pulsa y tiene que volver a la realidad el corazón que siente. Hay que volver al calor del gimnasio lleno de gente, a que es noche cerrada, a calcular qué entrenamiento falta, a pensar la cena, la ducha y a dormir. 

Un día me contó que se iba. Cuando alguien que queremos se va para crecer hay que ser muy generoso para apoyarlo y estar feliz. A mí me costó. Jóse era mi profe de spinning pero antes fue compañero de trabajo y me acompañó en tiempos duros con sonrisas y un silencio comprensivo y respetuoso que algunos varones logran tan bien. 

Jóse suele andar por ahí y cada tanto sale del baúl de los buenos recuerdos. Cuando suena un tema musical y pienso "este es un tema para cuestas de tierra en montaña", Jóse está ahi. Cuando alguien putea a un profe de spinning por sus gritos, sus órdenes, sus descuidos, Jóse está ahí recordándome que no son todos iguales. 

Hoy volvi a una clase. Ni muy muy ni tan tan. Un MEH. Un queseyo. Pero cerré los ojos y Jóse estuvo ahí, controlando que no cargara sobre los hombros, el pedaleo redondo, los pies paralelos al piso, la carga. Los saltos los tengo prohibidos. Por ahora, Jóse. Por ahora.