Para Bianca, que ya aprendió que el amor también duele.
Pasó toda la tarde mirando el piso hecha un ovillo en su
banco, con los ojos húmedos y la mirada perdida.
La maestra hablaba pero ella no sabía de qué.
No, no se comió las galletitas de la merienda. Ni siquiera se robó el dulce de arriba para dejar la masa, como hacía a veces.
Esta tarde no se le escuchó una risa, ni una pregunta, ni un aplauso.
Esta tarde no se le escuchó una risa, ni una pregunta, ni un aplauso.
Sólo quería meterse en la cama y taparse hasta arriba con
el acolchado de corazones rosados.
La niña Cascabel estaba triste, triste de una tristeza
nueva. Las tristezas a los ocho años pesan como pesan las desilusiones
inesperadas.
-Nada, nada- dijo a su mamá cuando ella le preguntó qué
le pasaba.
-Nada, nada- repitió a su mamá cuando ella volvió a
preguntarle.
-¡¡¡Es que Francisco no
quiso pasar conmigo el recreo!!!- estalló cuando su mamá la descubrió
llorando bajo la ducha. La niña Cascabel lloraba en silencio, lloraba con hipo,
lloraba lágrimas que se escurrían con la espuma del cabello. Claro que algo le pasaba. Le pasaba algo grave, que
explicaba tanta tristeza.
Su mamá le enjuagó la cabeza con más caricias que agua.
Cerró la llave, trajo el toallón más lindo y la cobijó en un abrazo. Se
sentaron en el banquito de maquillarse. -Bienvenida al mundo femenino del amor que duele, bonita.-
Y tomó su corazón, y lo conectó con el de la niña. La niña Cascabel supo en ese
momento que había una red de mujeres intensas comprendiéndola y abrazándola.
Se dejó abrazar por los brazos de su mamá, por la toalla gigante, por el camisón de ositos y finalmente, por el acolchado de corazones rosados.
-¿Me contás un cuento?- le pidió a su mamá.
Mañana habría otros recreos. Y ya vería.