miércoles, 26 de marzo de 2014

La magia de verla en el cine


Y véanla en el cine.” Así terminan las recomendaciones de la mayor parte de los críticos que leo. Se puso de moda ver las películas en casa, en copias de baja calidad y dudosa legalidad.

Ver una película en el cine es un placer. Las alfombras mullidas, llegar a la butaca, las luces que se van apagando de a poco y que quede la pantalla enorme presidiendo la magia. Por dos horas el sonido y la oscuridad envuelven y la emoción se impone. 
Linda escena, ¿no? Es la figurita difícil del álbum de las buenas experiencias. Hoy ver una película en el cine tiene altas chances de ser un descenso al infierno. 

Conseguir entradas es pasar un laberinto de horarios, colas y caprichos –cuando no corrupciones- de los boleteros. 
-¿Me das para mañana a las 19.00?-
-Son 16 filas, tengo de la 8 hacia adelante al centro y si no en las puntas.-
-¿Cómo? ¿No tenés más atrás?-
-Sí, en las puntas.- responde imperturbable.
-¿Vos me estás diciendo que a las 11 de la mañana del día anterior no tenés buenas entradas para las 19.00 de mañana?-, digo, y sí, subo el tono.
-Fila 15 al centro.-
-Ah, mirá. Encontraste.-

Y al día siguiente, la fila 16 vacía y los que finalmente la ocuparán parcialmente van a entrar con la película empezada. 

El horario de inicio es el horario en el que comienzan los comerciales. Nunca más se encenderá la luz así que hay que ver 20 minutos de promociones antes de llegar a la película elegida, porque tampoco hay acomodadores ni como encontrar la butaca en la oscuridad. 

La gente ya no va al cine a disfrutar de una película. Va al cine como puede ir a un bar o a la casa de la tía Pocha o simplemente a no estar en su monoambiente mirando la cara de otro con el que convive. Eso explica que en los últimos años el cine se haya convertido en un comedero de compulsivos, en un living incómodo para poner los pies sobre una mesa y donde muchos no ahorran los comentarios con el vecino, las risas desubicadas, los celulares sonando, el moverse o pararse molestando a los de atrás o los costados.
¿Qué es lo que lleva a una persona a no poder pasar dos horas sin masticar algo? Viene de almorzar, de merendar, va a cenar y no puede parar de revolver dentro del megabalde de pochoclos, de sacudir un supervaso de gaseosa con hielo, sorberla con ruido y pasar el balde, el vaso o cualquier otro comestible al amigo, hasta que alguno llegue al fondo. 

La música puede ser gloriosa, la puesta puro arte, el guión puede tener pilas de pequeños gestos que ellos van a perderse y van a hacer que te pierdas por sus ruidos, sus comentarios, sus risas fuera de tiempo y en los momentos dramáticos de la película. Y no sólo risas: hay quien le habla a la pantalla, discute dónde fue filmada esa escena, grita… 

La película termina y se apuran por irse. Te pisan, te tapan los títulos del final y se amontonan en la escalera a no poder salir, porque claro, nadie baja velozmente las escaleras de escalón doble en semioscuridad... sin contar los que se paran en medio porque se arrepintieron. 

Fuiste al cine por la maravillosa experiencia de disfrutar una película en un ambiente apropiado y salís con calambres por cogotear, molesto por tener que buscar el momento y el tono para pedir silencio o mirar fuerte al que toda la función empuja tu butaca con las rodillas como si eso pudiera agrandar su espacio para poner las piernas, por no hablar de la lucha a codo partido por conquistar el apoyabrazo… y al bajar la escalera cuando todos salieron recordás la escena con el vendedor de entradas. 

Quizás los críticos hayan quedado fijados en la salida al cine de la infancia, esa fiesta, ese encuentro con los vecinos del barrio, esas ganas de tomarle la mano y besarlo quizás, esos tiempos en los que hacíamos barbaridades y eran otros los que se enojaban. O en el sobre que pasan las cadenas de cines, aunque dudo. No lo necesitan.

Pantalla gigante, sonido de avanzada, 3D, butacas amplias, alfombras mullidas… y un catálogo de hijos únicos que arruinan la experiencia. Que alguien haga algo. Que ir al cine vuelva a ser aquel tiempo mágico para el asombro, el miedo, la alegría, el tiempo detenido por dos horas. Y ahí sí, yo también voy a decir “y véanla en el cine”.

lunes, 10 de marzo de 2014

210 días

Countables and uncountables, escribía Miss María Elena en el pizarrón.
Countables and uncountables, pedía Miss María Elena con su vozarrón. 
Countables and uncountables,borroneábamos en el cuaderno de Inglés de 3º
Countables and uncountables. 
No sabía que los iba a usar en otro siglo para contar algo en un cuaderno digital.


Siete meses. 210 días.
Tres estaciones: invierno, primavera, verano.
Más de 20 visitas al piso 17 en el que atiende el traumatólogo. Otras 20 al área de diagnóstico por imágenes de una clínica porteña. Varios retos por usar la escalera para ir al entrepiso. ¡Al entrepiso! Nunca superar la impresión de las camillas, las sillas de ruedas, la soledad infinita y vulnerable de quien espera por un estudio médico. Siempre agradecer las sonrisas, los buenos deseos y la ayuda del personal de la clínica, esos que no necesitan conocernos para ponerse en nuestro lugar.
Cuatro inyecciones de calmantes para caballos que parecieron agua.
Muchos “vos no podés seguir arrastrando ese pie”.
Muchos “no sé cómo hacer para no seguir arrastrando este pie
Cuatro bolsas de hielo en gel entrando y saliendo del freezer. Una bolsa de neoprene donde entra la bolsa de gel y se enrolla en el pie.
Saltos, saltos, saltos. Para bajar de la cama, para llegar a la cocina, para llegar a la heladera, para entrar en el baño. Planear cada recorrido, evitar un metro de más.
Una imagen que muestra el calcáneo como un abanico.
Una bota Walker.
Miles de lágrimas rodando por las mejillas, pilas de moco en pañuelos de papel.
Otra media maratón perdida. Un dolor sobre otro dolor.
30 sesiones de kinesiología. 60 veces andar y desandar el camino, 40 cuadras cada vez. Kilómetros de veredas rotas, desparejas, en pendiente, inundadas, con obstáculos, con piedritas que hacen rodar la bota rígida. Kilómetros cortando el viento frío perdidos, bandadas de pájaros que no veré, miradas de “hay 2ºC y esta trastornada anda en manga corta” que van a esperar hasta el próximo invierno.
Un par de muletas que nunca usé.
La cama, el sillón y que todo el resto lleve el doble del tiempo.
100 días de home office.
Varios libros sin terminar.
Un curso.
Más de 100 vecinos y ningún abrir el ascensor o preguntar ¿necesitás algo? Unos cuantos sin privarse de abrir la puerta y tirármela encima.
Incalculables caminantes y usuarios del subte D empujando, pisándome y pateando la bota. Dos distintos: una pasajera que una vez me dio el asiento en el subte y un colectivero del 110 que arrimó el bus y esperó para que pudiera subir y bajar.
Cataratas de madres con cochecitos, de señores mayores con carritos, de niños con skates y patinetas descontroladas detrás de mí y la habilidad para sonreír y levantar el pie como un flamenco rosado.
El verdulero de Coronel Díaz emocionado con mi historia y diciéndome “falta menos”.
Pilas de ¿qué te pasó en la patita, dónde metiste la patita, te lastimaste la patita? dichos por señores que no estaban interesados en saber de mi patita.
800g de masa muscular perdida.
1500mg de calcio al día para cerrar la fractura.
Varias pasadas por la caja de discapacitados del super con gesto desafiante de “vení a adelantarte ahora, vos, averiado, embarazada, yo también tengo prioridad…
Incontables mensajes de aliento, de apoyo, de ayuda, de solidaridad de gente que conozco y quiero mucho, de gente que no sabía que me quería tanto, de gente que no sabía que existía.  
Algunas ausencias. Ninguna inesperada.
Miedo. Miedo de dejar la bota, de las patadas, del dolor, de no poder volver.
Mil veces la pregunta repetida ¿cómo fue que pasó?  y cero respuestas.
70 días de pileta, spinning, gimnasio, por seis días a la semana. Cuatro meses de Pilates.
210 días  construyendo paciencia, templanza, alternativas.
210 días cargando esperanza.
210 días aprendiendo –otra vez- de eso que no hubiera querido que me pase.
210 días viendo que otros hacían cosas que yo estaba queriendo hacer.
210 días pensando que quizás no pudiera volver.
210 días sin consuelo.
210 días sin correr.

martes, 4 de marzo de 2014

¿Alguien puede pensar en los niños?


Piden, piden , piden. Son máquinas de pedir. 
Las zapatillas con luces, sonidos, ruedas y marca original. Ropa, discos, cuadernos, entradas al teatro, todo de esa estrellita de marketing que cobra lo que no cuesta ni vale. 
Y el menú de cadena de comidas rápidas, y el muñequito, y la computadora y el acceso a la web de ese ladrón que dibuja gatos.
Y todo lo que la tanda de la TV ofrece. 

Y vos, que ya te quejaste muchas veces porque todo lo que les compraste queda tirado por ahí después de unos días de atención, seguís corriendo todo el día para juntar la plata que te permita pagarlo. Tenés la vida puesta en eso y aún así nunca alcanza.  

Pará. Quizás lo que piden no sea literal. Pará un minuto a mirar a tus hijos.  O un rato. O muchos ratos. 

¿Necesitan esas zapatillas o necesitan zapatillas que sostengan sus pies en crecimiento y gritarte "a que no me ganás" y correr por la vereda hasta llegar a la puerta de casa o jugar un "metegol entra" con vos de arquero?

¿Necesitan ir al teatro cada vez que se presenta esa gritona del marketing? ¿Cuántas veces te paraste frente a la TV y trataste de sacar la coreo con ellos sólo para reírte y compartirlo?¿Cuántas remeras con la gritona y cuántas hechas entre hermanos una tarde de sábado en la mesa de la cocina con anilinas y pintura para tela?

¿Cuántas veces te piden comida congelada e industrial por no conocer el gusto de la comida casera, esa de la que no podés ocuparte porque trabajás un millón de horas para pagar patitas de plástico frito y conservantes? ¿Cuánta factura de panadería y cuántas galletitas deformes amasadas en un feriado en familia? ¿Cuánta verdura rechazada en el plato y cuántas visitas a elegir en la verdulería?

¿Cuánto pedido de combo de comida chatarra porque no saben lo que es extender un mantel en el parque y hacer un pic nic? ¿Cuántas veces se levantaron de la mesa enojados después de mil "se quedan quietos" y cuántas se fueron a seguir filas de hormigas para terminar pateando un hormiguero? (y guardia médica y antialérgico cada 8hs por las picaduras, eso también.)

¿Cuánto quieren el acceso a la web del ladrón de gatos dibujados y cuánto quieren jugar pero ya les dijiste "más tarde" cuatro veces y terminaste haciéndolo de mala gana? 

¿Cuántas veces te vieron saltando de pantalla en pantalla y cuántas veces pasando páginas de un libro escuchándote reír o viéndote esconder un pañuelito y decir "ya voy" y no poder dejar de leer? ¿Cuántos cuentos les contaste por las noches, cuántas voces de personajes creaste para ellos?

¿Qué canción inventaron juntos en un largo viaje en tren, de qué cosa se ríen todos los años en las fiestas que se repiten, cuántas veces respondiste sus dudas de verdad y sin querer sacarte el tema de encima? 

¿Cuántas veces te interesaste en lo que les gusta, lo que disfrutan, en sus maneras de aprender?¿Cuántas veces respetaste sus tiempos para entender y aceptar, cuántas veces aceptaste que ellos pueden querer algo distinto a lo que te gustaría que quieran y que no son un bloque, que cada uno de tus hijos es un ser distinto? ¿A cuántos "papá miráme" no prestaste atención? ¿De cuántos "mirá, mamá, mirá" te desentendiste? (Descontando los respetuosos "termino con esto, dáme un ratito, estoy haciendo algo que no puedo dejar". Claro que tenés derecho a una vida de adulto.) Los chicos se dan cuenta cuando no se interesan en ellos y con eso hacen lo que pueden. Lo primero que pueden es pensar que es culpa de ellos y sufrir. Sufrir mucho y tupido.

Las marcas de infancia que quedan son la experiencia y la emoción. Requieren que le pongas el cuerpo de otra manera: cuestan menos plata que responder con todas las herramientas del consumo y mucho más compromiso afectivo. El rendimiento es a largo plazo. Lo peor que puede pasar es que en 20 años se rían juntos porque reclamaban zapatillas de marca con chip y GPS, esas que ahora no van a comprar a sus hijos porque a los 7 años no hacen falta.