domingo, 16 de agosto de 2015

Volver a leer


Hay preguntas que una carga por años simplemente porque no encuentra las respuestas.

Mi familia descubrió que yo sabía leer cuando en las vacaciones antes de empezar primer grado leí todos los carteles de la ruta. 18 horas en el auto con una nena que leía los nombres de las localidades estirando las sílabas, como leen las nenas que están aprendiendo a leer. "Viiii voooo raaaa tá." Vivoratá existía y ahí seguro estaba la viborita visitando a su mamá, que la cabecita ya llegó pero la colita no. Había un cartel, era cierta la poesía. Y había empezado un camino. Nada de “Terminó”.

De nena fui una lectora voraz. Un libro atrás de otro; todo FIN era una despedida y una pequeña muerte que olvidaba cada vez que lo volvía a empezar. Era asidua visitante de librerías y asociada a la biblioteca popular del barrio, la Pueyrredón Sud. Iba los viernes a devolver los libros prestados y a buscar otros que no hubiera leído.

La biblioteca de la escuela no era un buen lugar: muebles duros, oscuros, altos hasta para mí, en donde una hora por semana había que sentarse a leer en silencio. “Ni el volido de una mosca tiene que escucharse”, decía la Señorita de Biblioteca. Era una mujer bajita, muy bajita, a la que decíamos PIF y de la que no recuerdo el nombre. Siempre recitaba la misma lista de libros. Como no confiaba en que hubiéramos terminado de leer lo que habíamos “elegido”, nos hacía preguntas para comprobarlo. No recuerdo cuándo ni como fue que lo aceptó, pero yo no leía de su lista, llevaba mis libros, así que salvo por esas sillas de tortura y el silencio obligado yo adoraba la hora de biblioteca.

Pasé la infancia, la adolescencia y los veintis y parte de los treintis entre libros. Visto a la distancia quizás haya sido adentro de los libros, que es un gran modo de tener un mundo bueno cuando el mundo que nos tocó vino fallado. Una gran injusticia que tiene la infancia es que estamos condenados a los adultos que vienen en el combo hasta que seamos grandes y podamos elegir a nuestros propios adultos. Los libros fueron un gran refugio, un modo de saber que había otras posibilidades: me dejaban igual de sola pero con la imaginación abierta. Yo no sabía que se podía hablar de libros sin que te tomaran examen. Y a nadie de los que andaban por mi vida les gustaba hablar de libros salvo para tomar examen. 

Cuando tuve TV, pareja, amigos, trabajo, mucho trabajo, cuando volví a estudiar, y muchas de esas cosas a la vez fui perdiendo contacto con los libros. Mientras me hacía de un mundo con adultos que elegía yo, los libros me alejaban de ellos porque la gente no lee, o no lee fuera de lo que la industria editorial le dice que tiene que leer. Cuando llegó Internet la distancia se agudizó. Un libro cada tanto, la mitad desilusiones. Me resistía a encuadrarme en el colectivo “la gente ya no lee porque no tiene tiempo”: yo tengo tiempo para la mayor parte de las cosas para las que la gente no tiene tiempo: hago mucho deporte, cocino, tengo una vida equilibrada y feliz. ¿Entonces?

La duda, sostenida por años, tuvo respuesta hoy en un entrenamiento.

Los años en los que dejé de leer fueron aquellos en los que llegaron los buenos adultos, los años en los que definitivamente se habían retirado los fantasmas de los adultos anteriores, años en los que la vida se puso buena en serio, sea por andar el camino de buscar o por haber encontrado. No necesitaba el mundo de los libros para salir de un mundo espantoso.

En los últimos días estuve rodeada de escritores y de personas que hacen al mundo de la lectura. Un grupo armado con manos mágicas, lleno de gente humilde, atenta, abierta a compartir, a escuchar, a interesarse en eso que no conocen, gente que puede sostener la mirada y la conversación. Gente que habla de la vida y habla de libros, no del marketing de los libros, de historias, de modos de contar, de emociones que genera, de continuidades y rupturas al escribir y al leer, algo que hasta ahora no me había pasado, ni de grande ni de chica.

De chica la prioridad fue salir del mundo de los adultos que me habían tocado; los libros fueron tabla de supervivencia. De grande solté a esos adultos y ya no necesité un mundo paralelo. Para leer necesitaba nuevos sentidos.

Ahora que encontré personas para hablar de libros me dieron ganas de volver a leer. Leer como contacto con otros. Leer para conversar de eso y juntarlo con la vida, no para evadirse, para encontrarse. Leer para hacer vínculos.  

Las respuestas, las soluciones a largos intríngulis llegan a mi vida mientras los pies se mueven al ritmo de la respiración y la botella vuela de una mano a otra. Miro los gansos, los loros, los mirlos, los árboles, el pasto. Miro a la gente que cruzo y a la que me acompaña en el camino sin estar ahí. Miro para adentro y lo conecto con el afuera y de esa conexión salen las mejores cosas. A los que me preguntan para qué corro: quizás corra para encontrar respuestas.


Nota: Entre el 12 y el 15 de agosto de 2015 fui invitada por la Fundación Mempo Giardinelli al 20ª Foro de Fomento del Libro y la Lectura. Es un encuentro anual que se desarrolla en Resistencia, Chaco y del que recomiendo participar.