miércoles, 26 de febrero de 2014

Redondo, continuo, dondequiera que esté

El trabajo de hoy va a ser sencillo. Mucho plano, llanura, algún tramo pequeño de fuerza. Cada uno arma su ruta, cada uno elige su paisaje. Mantenemos siempre 8 a 9 vueltas cada 6 segundos, cambia la carga y se mantiene la intensidad.”
Bueno.
Sonrío, controlo las vueltas, marco la carga, me pongo los 15 años al hombro y salgo.

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-Sin desayunar no salís, eh! Lleváte un buzzzz…-  Je. Me escurro por el costado, saco la bici, atajo el perro. -“No, vos no venís”-, le explico y le esquivo la mirada para que no me cambie el plan.

Trepo a la bici y voy por la vereda de la 18 hasta la esquina.
En la puerta del Lechuga salto el cordón, me lleno de endorfinas, pienso que ÉL me está mirando desde la ventana y no me entra la sonrisa en la cara.
 

Tomo la 23 hasta la 12. La cuesta abajo se pedalea sola hasta que aparece el mar de fondo. Doblo al sur, subo a la rambla; sonrío al carpero del Golondrinas  y sé que más tarde vamos a charlar en la orilla y voy a seguirlo cuando anochezca y empiece a levantar las lonas que ahora baja. Suspiro.
Paso el Pleamar y ahí donde parece que se termina todo miro para abajo: yo sé que en ese pedrerío empieza algo nuevo.
Mirando ese mar aprendí que el Este queda del lado del que sale el sol.  Cada verano un poco más alta, cada verano el mismo mar.


Al Este el sol que raja el horizonte; al Oeste, casas bajas y baldíos llenos de cortaderas, cardos y esa planta con olor a hinojo. Me quedo mirando la casa redonda de la esquina, debe ser la 35, justo donde se abre la diagonal. El ventanal inmenso, el techo de tejas, la vista abierta y una señora de salto de cama blanco comiendo yogur La Serenísima rojo. Amaría vivir en esa casa con ese living pecera. Cuando sea grande, prometo.

Pedaleo, pedaleo, pedaleo. Redondo, continuo, parada, sentada. El muelle despide a los últimos pescadores de la noche, esos que se van derecho a la pescadería para no pasar vergüenza. Me río, me río fuerte. Me acuerdo de esa mañana en Romano comprando pescado entero. A todos nos pasó.

¿Entro al Vivero? Hoy no. Clavar la rueda cuesta abajo en la arena y volar sobre la bici es una vez por temporada y entre amigos que me levanten. Hoy es temprano, estoy sola. No.

Giro y deshago el camino.  El Playa Club, el nuevo Belmes, el de paneles azules empieza a mover las cortinas. El olor de las facturas de la panadería llega suavecito.

El sol me pega de costado. Sé que tengo la base de los cachetes con rayitas blancas de tanto achinar los ojos.
Sigo por Costanera, casi desierta. Bajo a la calle. Sos grande cuando aprendés a andar sin rueditas y sos más grande cuando podés andar sola por la calle.

Paso edificios de un lado, paso balnearios del otro. El mar, siempre el mar, planchado y con puntillas blancas cuando muerde la costa.
Pedaleo redondo, pedaleo continuo en una bicicleta meh alquilada por toda la temporada. Igual, es mejor que las bicis de asiento banana como tienen los hermanos de la carpa de enfrente. Mucho mejor. Bici inglesa mata a bici banana, obvio.

Uh. Cierto. Estudio móvil de Radio Rivadavia. Hoy viene Velasco Ferrero. Van a hacer “Buky, el perro departamentero” en vivo al lado de la playa. Voy a ver hacer radio y pienso que me voy a morir de emoción. Tengo más pulsaciones que en cuesta empinada.

Veo el arco de salida de la ciudad. Canto “la ciudad del niño es Miramar, con miras al futuro mire Miramar, la ciudad de todos para disfrutar, del aire, del sol, de la brisa del mar, por LU6, Emisora Atlántica LU6”, porque ¿para qué ser coherente si se puede mezclar todo?

Cruzo el arroyo “El durazno” y el cartel de Kon Tiki. Me da risa ese nombre.
Ojo, esto es ruta. Escucho a la tía Sarita: “Juicio, niñas, juicio”. Me río fuerte pero igual me siento derecha, aflojo los hombros y pongo más atención. Esto es ruta, ojo.
Cambian los edificios y la rambla por médanos cargados de esos arbustos que parecen pinos y uñas de gato. Qué planta asquerosa, qué feo olor tiene.  

Cuesta para arriba con curva, cuesta para abajo con contracurva, tramo llano.  Fuerza, fuerza, fuerza, la tentación de soltar las manos y gritar de alegría pero no, la calma del llano. No sé si me sobra aire o me falta capacidad en los pulmones pero lo quiero todo conmigo. ¿Dónde se guarda el aire rico para cuando no hay? El viento me pega en la cara y si alguien me dijera “esto es la felicidad” diría “quiero dos”.

La banda de sonido es un fondo de gaviotas, un auto que pistea y El Rápido del Sud de las 9 que viene contracarril desde Mar del Plata.

Paso el Golf. Qué cosa esplendorosa vista a lo lejos. Cómo harán para mantener ese césped tan verde al lado del mar. Sí, se me coló una pregunta de mi padre. A mí no me importa mucho su obsesión con el pasto.

Mi límite es Las Brusquitas. Si no estuviera con la bici me internaría a buscar cangrejos y caracoles pero sobre todo, a tener 10 años otra vez. Vuelvo sobre mis ruedas, que es como volver sobre mis pies cuando monto en bicicleta.

El sol viene más alto. Ato el Penguin azul en la cintura. Bermuda de jean, manga corta, la malla abajo, claro, zapatillas y el pelo en una hebilla francesa. Pienso que en semanas va a ser delantal blanco, medias azules, zapatos, filas, "SILENCIO, SEÑORES", himno y altaenelcielounáguilaguerrera y me quiero morir. Otro año sin la vacante en la escuela de periodismo, otro año de grupo nuevo, otro año de que no pase lo que quiero, de que no pase ya. ¿Extrañar? Sólo a Marcelo, a Gaby, a Claudia. Hoy tiene que llegar encomienda. Sí, no nos alcanzan las cartas. Y las cartas que nos escribimos pesan como encomiendas. (7607) - Miramar debe ser lo más repetido de toda mi escritura adolescente, porque "las cartas sin código postal no llegan, eh". Y las encomiendas tampoco. El cartero llega a las 11.30 y es la bisagra de la estabilidad familiar: sin cartero no hay amigos. Espanto la idea del colegio y pego la vuelta.
 
Más pedaleo. Pedaleo continuo, redondo, parada, sentada. Los brazos relajados, los hombros descargados. ¿Entro por el Parque de los Patricios? No. Me gusta cruzar el arco, ver “Bienvenido a Miramar, la ciudad de los niños”, sentir que llego a casa y levantar los brazos como si hubiera ganado algo.

Sigo por la Costanera, doblo en la 23. Ya hay cola en "La Telefónica" que está adentro del Belmes. La gente pide la llamada y espera horas, todo para decir “llegamos bien, todo carísimo, a la playa no fuimos ayer, sí, la tía está rojo tomate, buenotedejosecortasecortasecorta”.

Quiero meter un último sprint pero la avenida ya no me deja. Desde que el viento me levantó en la esquina de la 14 y la 23 paso por ahí con respeto. Miedo, bah.

De lejos veo el Lechuga, de cerca huelo que Don Gennaro ya está friendo empanadas de mariscos. Doblo en la 18 cruzando como no se cruza pero soy una adolescente inmortal y no puede pasarme nada.
Pongo las zapatillas en el piso y sé que la magia terminó.
Entro la bici por el costado, atajo al perro pero me conmuevo y lo dejo salir un rato a la vereda.
-“No, los diarios no llegaron”-, miento desde el porche.

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Suena Coldplay. Suelto el manubrio, levanto los brazos, soy una campeona, me río.
Te vas a estrolar”, me grita la profe de spinning. El salón en penumbras, las 26 bicicletas quietas y alineadas a centímetros, las ruedas van bajando la velocidad.

Cualquiera que no hubiera viajado toda la clase se hubiese reído. Yo no. Yo sé que si soltaba el manubrio podía caerme. Aunque no hubiese clavado la bici y la cabeza en la arena del Vivero. Estaba en la ruta. Estaba en la calle. Así van en bici los grandes. 

martes, 4 de febrero de 2014

Derecho a la educación, derecho a la infancia

"Escuela 3, escuela de mujeres,
Escuela 3 es la mejor que hay,
Escuela 3 no acepta mariquitas
ni nenitas de mamita como las del Panamá..."

No tenía idea de qué era una mariquita y el Panamá era sólo un país, pero esa era la canción de mi escuela así que la cantábamos a los gritos, sobre todo a la salida mientras esperábamos para subir a la camioneta de Norma y Rodolfo y cuando fuimos más grandes, caminando al 156. No sé por qué el enemigo eran las chicas del Panamá, la canción la heredamos y las tradiciones no se cuestionan.

Mi escuela era gigante vista con ojos de niña: media manzana de aulas, patios, comedor y un parque inmenso con juegos, pinos y hasta un duraznero que florecía en primavera. Del otro lado de la pared, la Escuela 4, llena de varones y en vez de parque una pileta en la que me tiré en lo hondo como los grandes por primera vez. 

Recuerdo todas las variables que daban vuelta en mi familia a la hora de elegir mi escuela. Pública, mixta, doble escolaridad, cercana, que hubiera algún chico del Jardín... 
Me llevaron a recorrer la de la Avenida San Martín, la República de Nicaragua, a la Grecia. Y ganó la Escuela 3, aunque no era mixta, quedaba como a 20 cuadras y con la vía del tren en el medio. Tener una vacante en la Escuela Grecia era difícil. Dificilísimo. Mis abuelos retrasaron su mudanza y dijeron que yo vivía con ellos, a cinco cuadras de ahí. Sé que mi zeide llevó el banquito de madrugada para hacer la cola, sé que mi babe estuvo ahí. El primer día de clase y todavía con arena en las orejas, adentro de un delantal con tablitas estaba yo con mi valija, muerta de miedo y sin amigos.
Con el tiempo la escuela fue el lugar central de mi vida. Un lugar para aprender, para correr, para descubrir quién era, para hacer amigos, para sacar mis mejores partes. Y para recorrerla y jugar los sábados cuando se reunía la Asociación Cooperadora "Los Amigos de los Niños" y los papás nos llevaban mientras ellos dejaban su fin de semana en hacer una escuela mejor para nosotras. Jugar a la maestra en la escuela, escribir en el pizarrón sin que nadie nos retara, correr y patinar en el patio largo, largo, larguísimo y rechinar las zapatillas y que Josefina la portera metemiedo no pudiera decirnos nada porque estaban nuestros papás, que las hamacas alcanzaran para todas...

La escuela es el mejor lugar del mundo cuando fue elegida para vos, cuando está de acuerdo con el estilo de vida de tu familia y te lleva a descubrir y sacar lo mejor, eso que no sabías que tenías pero que los maestros saben desenrollar. Cuando sos grande y volvés al baúl de los buenos recuerdos, seguro que muchos salen de la escuela.

En la Ciudad de Buenos Aires, el distrito más rico del país, este año entre 7000 y 9000 chicos que eligieron la escuela pública no tienen vacante y un número incierto no tiene vacante en la escuela que su familia eligió, como mis papás eligieron hace tanto una escuela para mí. 
El Gobierno a cargo de la Ciudad les ofrece a los primeros la nada misma -las disculpas del Ministro de Educación son la nada misma, sí- y a los segundos viajar por sus medios una hora y más para ir a una escuela con otro proyecto educativo, distinto al que las familias consideran mejor para esos niños y adolescentes. Dos horas o más para cuatro horas y media de clase, o tres, o cinco, con niños que necesitan que alguien los lleve y los traiga. Impracticable. 

La Ciudad de Buenos Aires considera a la educación un derecho. La familias que están eligiendo la educación pública como opción educativa ven lesionado su derecho a elegir. Son derechos consagrados en la Constitución de la Ciudad en sus artículos 23 y 24.  

El Gobierno a cargo de la Ciudad, votado por la mayoría de la ciudadanía está en su segundo mandato y ejerce el poder desde el 10 de diciembre de 2004. El gobierno nacional transfirió la educación de nivel primario a la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires en 1978 y el nivel secundario en los 90. No hay espacio para decir que "fue un problema que nos tiraron por la cabeza", frase de cabecera de esta gestión. 
Hace un año la polémica era porque cerraban grados completos en las escuelas públicas, hoy el drama es que miles de familias no tienen vacantes en las escuelas públicas. Algo que no supieron prever; un error imperdonable o una definición del concepto de educación pública que hoy queda a la vista: llenarse la boca defendiendo la educación pública con el discurso no sirve cuando no se acompaña con la gestión. La falta de vacantes deja a la vista un problema complejo que se lleva puestas miles de infancias. Y la infancia no tiene repuesto.