“El trabajo de hoy va a ser sencillo. Mucho plano, llanura, algún tramo
pequeño de fuerza. Cada uno arma su ruta, cada uno elige su paisaje. Mantenemos
siempre 8 a 9 vueltas cada 6 segundos, cambia la carga y se mantiene la
intensidad.”
Bueno.
Sonrío, controlo las vueltas,
marco la carga, me pongo los 15 años al hombro y salgo.
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-Sin desayunar no salís, eh! Lleváte un buzzzz…- Je. Me escurro por el costado, saco la
bici, atajo el perro. -“No, vos no venís”-,
le explico y le esquivo la mirada para que no me cambie el plan.
En la puerta del Lechuga salto
el cordón, me lleno de endorfinas, pienso que ÉL me está mirando desde la ventana
y no me entra la sonrisa en la cara.
Tomo la 23 hasta la 12. La
cuesta abajo se pedalea sola hasta que aparece el mar de fondo. Doblo al sur,
subo a la rambla; sonrío al carpero del Golondrinas y sé que más tarde vamos a charlar en la
orilla y voy a seguirlo cuando anochezca y empiece a levantar las lonas que
ahora baja. Suspiro.
Paso el Pleamar y ahí donde
parece que se termina todo miro para abajo: yo sé que en ese pedrerío empieza
algo nuevo.
Mirando ese mar aprendí que el
Este queda del lado del que sale el sol.
Cada verano un poco más alta, cada verano el mismo mar.
Al Este el sol que raja el
horizonte; al Oeste, casas bajas y baldíos llenos de cortaderas, cardos y esa
planta con olor a hinojo. Me quedo mirando la casa redonda de la esquina, debe
ser la 35, justo donde se abre la diagonal. El ventanal inmenso, el techo de
tejas, la vista abierta y una señora de salto de cama blanco comiendo yogur La
Serenísima rojo. Amaría vivir en esa casa con ese living pecera. Cuando sea
grande, prometo.
Pedaleo, pedaleo, pedaleo. Redondo,
continuo, parada, sentada. El muelle despide a los últimos pescadores de la
noche, esos que se van derecho a la pescadería para no pasar vergüenza. Me río,
me río fuerte. Me acuerdo de esa mañana en Romano comprando pescado entero. A
todos nos pasó.
¿Entro al Vivero? Hoy no. Clavar
la rueda cuesta abajo en la arena y volar sobre la bici es una vez por
temporada y entre amigos que me levanten. Hoy es temprano, estoy sola. No.
Giro y deshago el camino. El Playa Club, el nuevo Belmes, el de paneles
azules empieza a mover las cortinas. El olor de las facturas de la panadería
llega suavecito.
El sol me pega de costado. Sé
que tengo la base de los cachetes con rayitas blancas de tanto achinar los
ojos.
Sigo por Costanera, casi
desierta. Bajo a la calle. Sos grande cuando aprendés a andar sin rueditas y
sos más grande cuando podés andar sola por la calle.
Paso edificios de un lado,
paso balnearios del otro. El mar, siempre el mar, planchado y con puntillas
blancas cuando muerde la costa.
Pedaleo redondo, pedaleo
continuo en una bicicleta meh alquilada
por toda la temporada. Igual, es mejor que las bicis de asiento banana como
tienen los hermanos de la carpa de enfrente. Mucho mejor. Bici inglesa mata a
bici banana, obvio.
Uh. Cierto. Estudio móvil de
Radio Rivadavia. Hoy viene Velasco Ferrero. Van a hacer “Buky, el perro departamentero” en vivo al lado de la playa. Voy a
ver hacer radio y pienso que me voy a morir de emoción. Tengo más
pulsaciones que en cuesta empinada.
Veo el arco de salida de la
ciudad. Canto “la ciudad del niño es
Miramar, con miras al futuro mire Miramar, la ciudad de todos para disfrutar,
del aire, del sol, de la brisa del mar, por LU6, Emisora Atlántica LU6”,
porque ¿para qué ser coherente si se puede mezclar todo?
Cruzo el arroyo “El durazno” y
el cartel de Kon Tiki. Me da risa ese nombre.
Ojo, esto es ruta. Escucho a
la tía Sarita: “Juicio, niñas, juicio”.
Me río fuerte pero igual me siento derecha, aflojo los hombros y pongo más
atención. Esto es ruta, ojo.
Cambian los edificios y la
rambla por médanos cargados de esos arbustos que parecen pinos y uñas de gato.
Qué planta asquerosa, qué feo olor tiene.
Cuesta para arriba con curva,
cuesta para abajo con contracurva, tramo llano.
Fuerza, fuerza, fuerza, la tentación de soltar las manos y gritar de
alegría pero no, la calma del llano. No sé si me sobra aire o me falta
capacidad en los pulmones pero lo quiero todo conmigo. ¿Dónde se guarda el aire
rico para cuando no hay? El viento me pega en la cara y si alguien me dijera
“esto es la felicidad” diría “quiero dos”.
La banda de sonido es un fondo
de gaviotas, un auto que pistea y El Rápido del Sud de las 9 que viene contracarril
desde Mar del Plata.
Paso el Golf. Qué cosa
esplendorosa vista a lo lejos. Cómo harán para mantener ese césped tan verde al
lado del mar. Sí, se me coló una pregunta de mi padre. A mí no me importa mucho
su obsesión con el pasto.
Mi límite es Las Brusquitas.
Si no estuviera con la bici me internaría a buscar cangrejos y caracoles pero
sobre todo, a tener 10 años otra
vez. Vuelvo sobre mis ruedas, que
es como volver sobre mis pies cuando monto en bicicleta.
El sol viene más alto. Ato el Penguin azul en la cintura. Bermuda de jean, manga corta, la malla abajo, claro, zapatillas y
el pelo en una hebilla francesa. Pienso que en semanas va a ser delantal
blanco, medias azules, zapatos, filas, "SILENCIO, SEÑORES", himno y altaenelcielounáguilaguerrera y me
quiero morir. Otro año sin la vacante en la escuela de periodismo, otro año de
grupo nuevo, otro año de que no pase lo que quiero, de que no pase ya.
¿Extrañar? Sólo a Marcelo, a Gaby, a Claudia. Hoy tiene que llegar encomienda.
Sí, no nos alcanzan las cartas. Y las cartas que nos escribimos pesan como
encomiendas. (7607) - Miramar debe ser lo más repetido de toda mi escritura adolescente, porque "las cartas sin código postal no llegan, eh". Y las encomiendas tampoco. El cartero llega a las 11.30 y es la bisagra de la estabilidad familiar: sin cartero no hay amigos. Espanto la idea del colegio y pego la vuelta.
Más pedaleo. Pedaleo continuo,
redondo, parada, sentada. Los brazos relajados, los hombros descargados. ¿Entro
por el Parque de los Patricios? No. Me gusta cruzar el arco, ver “Bienvenido a Miramar, la ciudad de los niños”,
sentir que llego a casa y levantar los brazos como si hubiera ganado algo.
Sigo por la Costanera, doblo
en la 23. Ya hay cola en "La Telefónica" que está adentro del Belmes. La gente pide la llamada y espera horas, todo para
decir “llegamos bien, todo carísimo, a la
playa no fuimos ayer, sí, la tía está rojo tomate,
buenotedejosecortasecortasecorta”.
Quiero meter un último sprint
pero la avenida ya no me deja. Desde que el viento me levantó en la esquina de
la 14 y la 23 paso por ahí con respeto. Miedo, bah.
De lejos veo el Lechuga, de
cerca huelo que Don Gennaro ya está friendo empanadas de mariscos. Doblo en la
18 cruzando como no se cruza pero soy una adolescente inmortal y no puede
pasarme nada.
Pongo las zapatillas en el
piso y sé que la magia terminó.
Entro la bici por el costado,
atajo al perro pero me conmuevo y lo dejo salir un rato a la vereda.
-“No, los diarios no llegaron”-, miento desde el porche.
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Suena Coldplay. Suelto el
manubrio, levanto los brazos, soy una campeona, me río.
“Te vas a estrolar”, me grita
la profe de spinning. El salón en penumbras, las 26 bicicletas quietas y
alineadas a centímetros, las ruedas van bajando la velocidad.
Cualquiera que no hubiera
viajado toda la clase se hubiese reído. Yo no. Yo sé que si soltaba el manubrio
podía caerme. Aunque no hubiese clavado la bici y la cabeza en la arena del
Vivero. Estaba en la ruta. Estaba en la calle. Así van en bici los grandes.