jueves, 31 de octubre de 2013

Llevemos la risa


Los tíos muy mayores eran la excusa para preferirnos lejos. Igual, hoy, a la distancia, pienso que nuestros padres también querían un rato de paz y charla entre adultos. Los entiendo, claro, cómo no. A veces creo que si hubieran podido dejarnos en otro país por una temporada nos hubieran armado "la mesa de los chicos" en China.

Sin la mirada de los grandes encima podíamos hacer chanchadas con la comida, con la bebida, con lo que estuviera a mano. Y con el lenguaje: en ninguna de nuestras casas podía decirse ni "tonto" a un hermano sin recibir un reto. 
Éramos no menos de diez primos, las mujeres al comando. Quizás fuera porque éramos más grandes, aunque lo dudo. 
No sé qué se festejaba ese día en la casa de mi tía abuela. Creo que hacía frío porque varias veces nos dijeron que no anduviéramos abriendo y cerrando puertas. 
Nos habían armado la mesa en la cocina, un ambiente gigante con una puerta que daba al lavadero y otra al patio semicubierto por la parra de uva chinche, como todos los ambientes de esa casa chorizo del conurbano. 

Los grandes tenían un espacio formal en el comedor, un ambiente cerrado y oscuro. Habían sacado la tabla interna de la mesa para agrandarla y habían puesto mantel. Juntaron todas las sillas para ellos y a los chicos nos dejaron los banquitos. Y seguro mis tíos trajeron bancos y sillas de su casa en la renoleta, no porque lo recuerde sino porque siempre lo hacían.

Se ve que los grandes estaban hablando de temas de grandes, o mejor dicho, de temas que los chicos no podíamos escuchar. Cerraron la puerta pero no porque los molestáramos sino para que no fuéramos parte. Nos dejaron solos, en una casa de adultos mayores -sin juguetes- y es sabido que las sobremesas y los chicos no combinan.

Al final de los 70 todavía las gaseosas eran un producto de lujo. Eran caras pero también eran un cuco "que te llena la panza y no te alimenta y después no comés la comida y, y,..."
Para algunos de nosotros la combinación de motivos era letal: la plata no sobraba y no éramos muy afectos a comer, menos a comer como pretendía una madre judía. La hora de la comida era agotadora para todos. 

Ese mediodía no recuerdo si teníamos dos botellas para todos, quizás tres. Y era coca de litro, en botella de vidrio. Litro es un litro, no como las que se conocen ahora que pueden llegar a tres. Existía la botellita del restaurant y la de litro. Ni lata, ni plástico ni tamaños intermedios.

Por esos tiempos se  podía reconocer a un hijo único por su actitud frente a la botella de coca. Los que teníamos hermanos sabíamos que se ponían todos los vasos alineados y un grande -o a falta de un grande, el que nos diera mayor garantía de justicia- servía en todos a la misma altura. El resto quedaba con los ojos pegados a los vasos, controlando el procedimiento. Y así quedara un dedo de contenido, SIEMPRE se repartía así. El hijo único se servía solo y cuando estaba en grupo, en el acto era linchado por el resto. 
La cuestión es que habíamos terminado de almorzar, no quedaba más coca, nos habían retado varias veces por querer entrar al comedor de los grandes y no encontrábamos qué hacer.

-¡Fabriquemos coca para los grandes!- se le ocurrió a alguna de nuestras mentes brillantes. Éramos chicos acostumbrados a tocar bichos, tierra, plantas. Algunos tenían huerta en la casa, todos teníamos perro, pollítos, tortugas y mascotas varias. Alergias, cortes, hemorragias, prohibición de tocar cierta planta o ciertos insectos: todos ya teníamos entrada en alguna guardia por haber toqueteado de más. Uno -que no voy a nombrar- había llegado a descabezar una tortuga para averiguar cómo funcionaba.

Lo que venía era bastante simple. No me acuerdo con qué sacamos tierra de una de las macetas del patio y menos que menos cómo logramos meterla por ese cuello delgadísimo de vidrio adentro de una botella vacía. Cuando tuvimos un tantito de tierra, una de nosotras fue hasta la canilla de la cocina. Se estiró, la abrió, y llenó un cuarto con agua. Todos festejamos. 
¿Y ahora? Yo sentía que el juego había terminado, pero no.

La más osada decidió volver al comedor de los grandes a ofrecerles "la coca que nos sobró y les guardamos para ustedes". No, tampoco voy a nombrarla. Hoy es una respetable madre de familia. Y además, lo que pasa en la infancia, queda en la infancia.

Ella pasó al comedor y los que pudimos nos quedamos cogoteando desde la puerta. 
Ya teníamos edad como para saber que cuando los grandes tomaban parte en los juegos de los chicos, simulaban. Ponían azúcar de mentira en la tacita, revolvían y tomaban un té imaginario. 
El corazón nos latía rápido pero por el reto que se venía: habíamos hecho una chanchada, habíamos tocado la tierra, porque ahora había que lavar el envase antes de devolverlo y un poco porque sí. Retarnos era parte del folclore familiar: todos recibimos retos por las dudas o como anticipo.  
Nuestra prima entró, hizo la escena. Una de las tías, la más rota, la que no escuchaba y conectaba menos, esa que siempre nos pareció de 90 y pico, se puso contenta y aceptó. Creo que hasta se le movieron los dientes, y nos aguantamos la risa. 
Nos dimos cuenta de que no era un juego cuando tomó del vaso de coca apócrifa. Nuestras miradas se cruzaron, mitad por miedo y mitad por complicidad. Su hija nunca había sido parte de la mesa de los chicos, a todos ellos los conocimos grandes. No nos leía, no nos cantaba, no se reía. Si nos regalaba algo eran pañuelos, nunca olía rico ni hacía comida que nos gustara. No era una tía querida, como muchas veces no lo son los adultos mayores que no saben ser agradables con los niños porque ya se cansaron. 

Se armó, claro que se armó. La tía dueña de casa se dio cuenta, empezó a gritar y ahí saltaron todos nuestros padres, que estaban en otra cosa.

No recuerdo más detalles. Sé que fuimos las nenas, y de las nenas, las cuatro más grandes. Y sé que los gritos -no sé si hubo paliza- fueron para la más activa, la hoy respetable madre de familia. 
Sigo escuchando los "¡qué inmunda sos!" y los "¡no seas inmunda!" fuerte y claro y con mucha risa. 
No sé. A veces pienso que la risa y la complicidad es un megavalor para llevarnos de la infancia. 




miércoles, 16 de octubre de 2013

Bruno, Pedro, Pablo: la lista del anonimato


Por esos tiempos en la Facultad se renovaban las luchas de poder. La salida de la Dictadura permitía volver a los docentes proscriptos, se producían concursos, se implementaban nuevas ideas, se construían equipos. Mientras algunos vivíamos en primavera otros luchaban a los codazos. 
Sin espacios de importancia en el Ministerio, ni en la Universidad, ni en la Facultad, a algunos profesores sólo les quedaba hacerse importantes frente a los estudiantes. 

Este hombre tenía tan pocas artes para hacerse atractivo como para la enseñanza. Su materia estaba en el último codo de la carrera, por lo que tomaba a estudiantes experimentados, en su mayoría docentes. 
Quizás haya sido la materia menos interesante del plan de estudios. En descargo puedo decir que el contenido en sí es poco interesante para mentes no burocráticas. Este pobre hombre tenía todo perdido antes de empezar. 

Él quería ser el Ministro, nosotros queríamos irnos al cine, a cenar, a otro lado. Nadie quería estar ahí. 
Esto hizo que el profesor pusiera como requisito de promoción de la materia la asistencia obligatoria a las clases teóricas.
El horario, el aburrimiento, el hecho de que fuéramos amplísima mayoría de mujeres -no había chicos lindos por mirar-, la obligatoriedad como motor de asistencia nos llevó a crear lazos de solidaridad, resistencia y complicidad. 
Fuimos tomando confianza. En el frente y para los de adelante había un plano de acción. Desde la mitad y hacia el fondo se desarrollaban actividades paralelas.

Entre nosotros había un acuerdo hablado entre risas y dientes: sólo los bobos -las bobas- se sentaban en las dos primeras filas. La resistencia se sentaba de la fila 3 para atrás. "No traje paraguas" era la frase en clave. Es tan en clave que, como esta es una historia real, tiene que quedar en clave. 

El aula 108 -el Aula Magna- quedaba gigante para los más o menos 60 que empezábamos la clase a las 21. Sobre todo porque nos desparramábamos prefiriendo los asientos del fondo. 
-Acérquense, acérquense-, pedía el docente en cada inicio de clase. Alguno se paraba por pena o vergüenza -o porque había tenido la desgracia de cruzar la mirada con el profesor en el momento inadecuado-, pero la mayoría quedaba removiendo la cola en la silla, acomodando papeles o haciendo cualquier cosa que evitara levantar la vista. 

Todas las horas tienen la misma cantidad de minutos pero algunas parecen pasar con una lentitud infinita. Entonces, había que inventar qué hacer. Los más audaces leían para otra materia y las más audaces planificaban, corregían trabajos de sus alumnos de Primaria o recortaban tarjetitas para sus niños del Jardín. 
También jugábamos. Uno de los juegos consistía en anotar las palabras que el profesor usaba con frecuencia y tildar cuántas veces las había usado por clase. Ese juego quedaba para los que sabíamos que persistiríamos hasta las 23. 
En cambio, el juego de los más arriesgados -los más envidiados- era irse. Claro que irse no era simplemente tomar las cosas y salir: para eso no tenía sentido haber ido. En algún momento hubo fricciones por este juego: pensábamos que si se hacía masivo se tornaba peligroso. 
Para irse sin perder el presente había que usar una logística particular. Primero, había que tener todo guardado y dejar a mano sólo cuaderno y lapicera. Cada tanto había que anotar algo, como para hacerlo verosímil pero el verdadero foco de atención estaba en el movimiento del docente: cada vez que el profesor se diera vuelta para escribir en el pizarrón, un par se levantaban y cambiaban de asiento, acercándose a la puerta. El golpe maestro era dar los últimos pasos, esos que dejaban al audaz cerrando la puerta desde afuera. 

La clave de todo este despropósito era tener la firma en la lista de presentes, cumplir con el porcentaje de asistencia mínima y tener el pasaporte a la materia aprobada sin pasar por el examen final. 
O sea, la protagonista de la clase era esa hoja de cuaderno Arte en la que alguien ponía fecha, nombre de la materia, su nombre y su firma y la hacía circular. La hoja y el anonimato. 

Los más prolijos -miedosos, para qué mentir- íbamos a todas las clases; algunos se organizaban para ir alternadamente y firmar el presente por dos o tres. 

Necesitábamos no sobresalir. Si uno se hacía conocido, perdíamos todos. No sólo asumía su propio nombre sino -fundamentalmente- no podía asumir el nombre de otro. A nadie le interesaba trabajar en el área, nadie quería ser parte del semillero que sí se estaba armando con fuerza  en otras materias así que esto no era un problema. 

Un día alguien puso "Bruno Díaz" en la lista. Pasó. 
A la semana siguiente se sumaron Pablo Mármol, Pedro Picapiedra y una larga lista de personajes de historieta. 
Fue imparable. 
A la lista de presentes que a simple vista era injustificable -en ese aula no había 80, 100 personas físicas- se sumaba una lista de nombres que empezaron incluyéndose como un chiste y terminaron siendo una burla flagrante.  

No podíamos creer que nadie reaccionara. Que el profesor no tomara la hoja de asistencia en medio de la clase y simplemente tomara lista. No queríamos que pasase pero no entendíamos cómo no pasaba. 

A la distancia yo entendí: ya no estábamos en Dictadura. En toda esa puesta en escena, poner un límite al grupo requería asumir el desinterés por la docencia, lo mal dado que estaba el contenido, la desidia de las prácticas de enseñanza, las ganas de estar en otro lado. Nosotros y él sabíamos de la arbitrariedad que implicaba tener que asistir a las clases.  
Él sabía que si liberaba la obligatoriedad no iba nadie y ya no sólo no lo elegían sus colegas para cargos colegiados sino que perdía el último grupo sobre el que tenía poder: los estudiantes. 
Nosotros queríamos la libreta firmada, él quería terminar con la pesadilla que le recordaba que no era Ministro. 
La lista de nombres era la garantía para preservar el anonimato. Entonces, mejor que todo quedara en la hoja.