Usábamos delantal con tablas y
una valija de cuero.
Ella tenía su lugar en la fila
bien adelante y yo por el medio.
A mí me peinaban con dos
trenzas que a media mañana ya estaban deshechas; ella tenía el pelo largo,
por la cintura, como yo hubiera querido tener. Su mamá le hacía una colita bien firme con una hebilla francesa
y una trenza apretadísima que le duraba todo el día.
Usaba unas argollas de oro
facetadas, porque a ella sí la dejaban tener aritos.
Gladys tenía hermanas mayores,
ella ya sabía cómo eran las cosas. Vivía a la vuelta de la escuela y almorzaba
en su casa.Yo vivía lejos,del otro lado de las vías del
Mitre, volvía en la camioneta de Norma y mi familia se desentendía de mí por
todo el día.
Con Gladys nos llevábamos
horrible. Todavía tengo una marca en un dedo
que dejó la punta de una escuadra que me clavó en un forcejeo vaya a
saber por qué.
A Claudia no me acuerdo
exactamente cuando la conocí. Me parece que fue en 3º, cuando mezclaron los
grupos por primera vez. Es que en la mitad de 3º yo pasé del medio de la fila
al fondo. Claudia era la de atrás en la fila y a la que le peleaba el espacio cuando
girábamos para subir al aula y ella quedaba adelante. Una estupidez, pero bué.
Hoy veo adultos en el subte haciendo lo mismo. También peleábamos por las hamacas del parque del colegio.
Pasamos muchos tiempos sin
hablarnos. Nos amigamos muchas veces. Y nos volvimos a pelear.
El puntaje del examen de
ingreso me alcanzó para entrar en el turno mañana de la secundaria. La desgracia me depositó en 1º6º, una división
con Francés y Latín y la suerte me hizo vecina del Hada Patricia, quien toda su
vida –su vida de 13 años, claro- soñó estudiar francés y me dio su lugar en 1º7º,
que sólo tenía Inglés.
Yo detestaba el vóley con todo
mi corazón así que con Cristina, que estaba en 1º6º, tampoco compartimos las
clases de Educación Física, ni colectivos ni nada. Vivía en Ballester y yo en Capital. La tenía de
vista pero recién nos cruzamos en 4º1º, cuando caímos en el Bachillerato
Pedagógico. Era rubia, quilombera, hablaba de igual a igual con los varones.
Algunos hasta le tenían miedo. La
escuela para ella era un trámite que había que pasar; se conocía todas las
trampas y estaba siempre al límite: caminaba por la cornisa, literalmente. Estudiaba fotografía en la Panamericana de
Arte y leía muchísimo pero yo no lo sabía. La miraba, la estudiaba quizás. Era lo que en
el modelo de mi familia no había que ser, en un tiempo en el que lo que la
familia pretendía de mí era axioma.
Pasé la secundaria esperando
una vacante en una escuela de periodismo y tuve una vida paralela a la escolar,
sobre todo desde los 14. Mis mundos incluían actividades distintas a las que
vivían mis compañeros: no sólo hacía deporte sino que estudiaba fotografía,
geopolítica de Medio Oriente, editaba una “revista subte” y participaba de grupos sociales en
el club. Viajaba sola, lejos, tarde. Leía, leía mucho. Lo corriente, lo
infrecuente y lo prohibido.
Mis verdaderos amigos eran los
del club. En la escuela era rara. Y me ofendí mortalmente cuando Cristina trajo
la “novedad” de la Trova Cubana: yo escuchaba a Silvio y a Pablo en cassettes
piratas desde hacía dos años, los había descubierto a través de la revista
Humor pero en la escuela nadie me había escuchado a mí.
Ni con Gladys, ni con Claudia,
ni con Cristina supimos ver la cantidad de cosas que nos hermanaban desde la
infancia. Pasamos años midiéndonos y los desencuentros nos ganaron.
Cada una eligió una vida
distinta, desde lo personal, lo profesional, lo familiar. Distinta es enormemente distinta: tener
hijos, con quién tenerlos o no tenerlos, vivir con alguien o no, trabajar, para
quién y con qué sentido son parte de las cosas que nos separan.
Gladys, con una militancia
envidiable se ocupó de juntar todos los teléfonos y de hacer contacto con cada
una de las compañeras de la primaria cuando todavía no había redes sociales. Ella
se acuerda de cosas que yo nunca hubiera retenido.
Claudia y Cristina volvieron a
mi agenda con Facebook.
Podemos pasar semanas y meses
sin saber de la otra. Bueno, yo de ellas, que son muy reservadas en las redes
sociales. Lo cierto es que las tres tienen un radar para saber qué decir y
cuándo, incluso cuando no nos tenemos a la vista. Nos admiramos y creo que nunca nos lo dijimos. Sabemos tener las lenguas más filosas y largas y las palabras más amorosas. No me imagino tomando una
decisión importante sin consultarlas. No me imagino tener una angustia o una
duda y no compartirla con ellas. No me imagino tener una alegría y que ellas no
se enteren.
Construimos –y no sé cómo ni
cuándo- una complicidad y un entendimiento tan profundo como sólo pueden hacer
aquellos que no juzgan al diferente sino que intentan calzar sus zapatos y
mirar el mundo desde ahí. Sus palabras se construyen desde lo que ellas sienten
y son pero siempre en foco con lo que la otra siente y es.
Necesitamos crecer para vernos
en la coincidencia. Crecer de madurar, no de cumplir años.
Es cierto que no hay otra oportunidad para una primera impresión. Y es cierto que las primeras impresiones pueden cerrarnos oportunidades.
No voy a discutir eso de que “todo
encuentro es un reencuentro”. Qué sé yo si es verdad. Lo que sé es que con Gladys, Claudia y
Cristina dimos vuelta esa frase: el reencuentro fue un encuentro. Y a mí me
llena de felicidad.