lunes, 23 de mayo de 2011

Responsabilidad, una llave para sentirse (más) seguro

El viernes último un adolescente, a quien alguien de nuestro edificio dejó ingresar en él, robó a mano armada a una vecina. Esperó sentado en la escalera a que ingresara una víctima adecuada; antes de medianoche la encontró y la obligó a abrirle su departamento a punta de pistola. Los vecinos se movilizaron proponiendo diferentes medidas de seguridad. Esta es mi carta a ellos.

Estimados todos:
Recibí  los correos de dos de nuestros vecinos preocupados por la seguridad en el edificio. Acuerdo con ellos y con todos con quienes conversé: la seguridad nos preocupa.

También acuerdo con que es una buena oportunidad de dejar diferencias personales: sólo elegimos a la gente con la que convivimos puertas adentro de los departamentos pero todos compartimos espacios comunes y lo que hacen algunos afecta a todos. Motivo suficiente para acordar.

Y celebro que se haya organizado esta instancia de intercambio virtual. La escritura permite pensar y revisar con menos pasión si eso que se quiere decir está dicho.

Comparto lo que comenté hoy en una reunión espontánea: dudo de la posibilidad de sentirse seguro. No hay un método para garantizar que “el edificio” no vuelva a sufrir un ataque. No conozco rejas, cámaras, personal específico que garanticen que eso no vuelva a pasar. Son herramientas que sólo dan ilusión de “estar haciendo algo”.

Hay una industria que vive del miedo, cualquiera que haga un básico análisis de lo que emiten algunos medios de comunicación lo nota. El miedo prende, es muy lógico, cuando el riesgo nos toca de cerca. Por eso es lógico que se haya generado toda esta agitación. Yo también siento el riesgo más cerca que la semana pasada.

No quiero subirme a ese miedo, que como todo miedo es irracional: la lógica muestra que para ingresar tengo que abrir la reja, y por el mismo espacio en el que entro yo entra otro; que las cámaras (que alguien tiene que mirar) sirven para saber qué pasó, no para lograr que eso no pase; el día en el que alguien quiera entrar armado me lleva puesta junto con el señor de “seguridad”…
Hace unas semanas, un amigo dueño de una productora televisiva ingresó en la propiedad para descubrir que durante la noche la vaciaron. Se llevaron costosísimos equipos, masters de todos los programas, hasta los Martín Fierro ganados. Todo. La propiedad estaba cubierta por un sistema de alarmas que nunca sonó. Él sí se ocupo de “estar cubierto”, de “estar seguro”. Ahí anda, empezando de nuevo.

Responsabilizarse por las cosas que cada uno hace para generar un ambiente seguro sí permite construir seguridad, para uno y para todos. Revisar no ser seguido cuando se ingresa en el edificio, no dejar entrar a desconocidos aún cuando parezca grosero o poco comprensivo,  controlar cerrar la puerta de manera completa antes de despegar la vista de ella son algunos ejemplos. Reviso lo que escribo mientras noto que en el palier, del otro lado de la puerta desde hace rato hay una reunión familiar, tan despreocupada que las risas tapan el sonido de la radio. Y dejo para otro momento el fumar dentro del ascensor, el correr o instalarse en las escaleras, el estar a los gritos en horas de descanso porque entiendo que no es el punto de urgencia.

Poseer una llave genera una responsabilidad: la que recibí a los 10 años venía con una serie de recomendaciones, y están en la lista de cosas que valoro. Sería adecuado que cada responsable de hogar  revise a quién le dio una llave de la casa de todos y evalúe si esa persona tiene la madurez necesaria para tener semejante responsabilidad (No hablo de edad sino de madurez: esta mañana un adulto que supera los 50 años dejó la puerta abierta). Evaluar esto es una acción personal o familiar que no exige dinero sino racionalidad y compromiso.  Por ahí empezaría yo. Hacerse cargo es una decisión personal, que cuando se ejecuta no puede sino traer beneficios. En este caso, para todos. No es poco.

domingo, 1 de mayo de 2011

Los otros trabajadores.

Desde chica pienso en los otros. Los otros son esos que siendo parte de un suceso se quedan afuera.
Hoy, en el día de los trabajadores estuve pensando en los otros.
No pensé en los que tienen un buen trabajo, esos que pueden hacer carrera, crecer profesionalmente y estar cubiertos por la ley.
Pensé en esos otros que no tienen trabajo  aún haciendo todo lo posible para tenerlo. En esos con los que el mercado es aún más hostil: los discapacitados, los mayores, los “sobrecalificados”, los que no estudiaron, los que no pasan los parámetros de “buena presencia” asociados más al prejuicio que al buen desempeño.
Y en los que no deberían tener trabajo, pero ahí andan, muchas veces en situaciones de peligro y abuso : los chicos y los adultos mayores.
Pensé en los trabajadores explotados, en negro, con contratos reiterados y sucesivos, sin respeto por la ley ni sus derechos.
En los que trabajan por sueldos, honorarios o cuotas por contrato que minimizan su capacidad y su tarea a la hora de cobrar y la sobreexigen a la hora de trabajar.
En los que suman “curritos” porque con un solo empleo no alcanza.
En los que fichan y que por dos minutos tarde compensan media hora independientemente de qué haya causado la demora o la influencia que la demora tenga en su tarea.
En los que trabajan viendo como algunos inútiles con portación de apellido o pertenencia son mejor tratados simplemente por eso. Y en los que, peor aún, tienen que levantar los destrozos que estos inimputables generan.
En los que son maltratados en tanto seres humanos por sus jefes directos o los que toman decisiones desde más arriba, en un maltrato abierto de gritos y órdenes intempestivas tanto como el que no reconoce que un ser humano necesita luz diurna, aire, espacio para moverse, comer y tantas otras necesidades que no tienen los robots. En los que respiran sustancias tóxicas, en los que padecen distintas contaminaciones en el trabajo. Y en los que estando en mejor condición interceden para que los compañeros sean bien tratados aún a riesgo de perder “el privilegio” de tener mejor suerte.
En los que padecen jefes que desconocen el efecto de reconocer los logros, de potenciar las fortalezas y trabajar las debilidades en un equipo. O los que padecen jefes que desconocen el valor de trabajar en equipo. 
En los que están a la sombra mientras otros firman, brillan y se llevan los réditos por su trabajo.
En los que reiteradamente son socios en las pérdidas y empleados en las ganancias. Y en los que se animaron, lograron una expropiación y recuperaron una fábrica con trabajo para muchos.
En los que saben que aún dejándolo todo,  un día el empleador dirá “basta para mí” y tocará volver a actualizar el CV.
En los que estudiaron con profunda vocación y cuando buscaron trabajo el mercado no estaba para recibirlos.
En los que después de llorar hasta que se acabaron las lágrimas se reinventaron una y mil veces y siguen trabajando.
En los que viajan horas como ganado para que sus hijos coman. Y en los que comen un pancho en la calle para que los chicos coman mejor en casa.

En los que juegan al equilibrista entre las convicciones, los valores y la necesidad de pagar las cuentas. Y a los que alguna vez – o muchas- patearon el tablero sabiendo que se venía un combo arroz/polenta/fideos por tiempo indeterminado pero que con la ética no se jode. 

Aclaración necesarísima: en LOS OTROS estamos incluidas las mujeres. Por si las moscas. Y los moscos.