"¿Qué es ese anillo?", fue la pregunta de una amiga. Nos conocemos bastante como para que recuerde mis negativas a comprar esos adefesios que venden en las ferias artesanales en las que caemos cada tanto. Un mes de distancia no parecían justificar tanto cambio. "Es que solté algo viejo que ya no servía y pude encontrar algo nuevo."
Claro, no me entendió. Entonces le conté la historia:
Marzo de 2007.
Plaza Pagano, la Feria de Artesanos de El Bolsón era una fiesta. Mi vida intentaba relajarse en unas raras vacaciones. Me despegaba del trabajo en la clínica por primera vez en mucho tiempo sabiendo que varias personas iban a esforzarse por crear problemas. Estaba aprendiendo a soltar.
Me muevo al anfiteatro de la plaza para atender el teléfono. La asistente que dejé a cargo suena angustiada, a punto de llorar. Me cuenta que lo que temíamos pasó: hay gente creando problemas. Me enfoco: estoy de vacaciones. Serán unos minutos para organizarla, contenerla, fortalecerla y volver a la feria.
Así es: vuelvo y decido comprar un anillo simple, unas onditas de plata encerrando el anular. Necesito algo que simbolice el momento: enfocarse, no perder el eje, el trabajo es una parte de la vida, la vida es un espacio para ser disfrutado. Esas cosas.
El anillo me acompañó en el proceso de diferenciarme de la clínica. (Aclaración necesarísima: en ese lugar he llegado a trabajar entre 15 y 18 horas diarias sin feriados ni descansos) Parece una pavada pero estar ahí, a un golpe de ojo, me ayudaba a recordar. "La vida es más que este infierno en el que trabajo", parecía decirme en cada reunión sin sentido, en cada agresión, en cada gesto fuera de lugar.
Un día noté que no estaba más. Quizás voló desde arriba de la cinta cuando entrenaba la tarde anterior, no lo sé. El mundo se caía. Mi mundo se caía.
Me prometí recuperarlo. Recuperarlo era tener el mismo de nuevo. Ergo: recuperarlo era imposible. Lo que yo quería era ESE objeto, que simbolizaba ESA experiencia. Y ESO se quebró, no estaba más. Estaba sola, pero no quería enterarme.
Enero de 2011
Plaza Pagano. La Feria de Artesanos de El Bolsón es una fiesta. La recorro sabiendo lo que busco: ahí está mi anillo. Me lo pruebo emocionada y ¡el horror! Descubro que me queda simplemente espantoso.
Me miento: tengo las manos arruinadas por el clima y el armado de equipajes. Más tarde. Y más tarde es igual, entonces mañana.
Pero después de la lima de uñas, de cremas, de arreglo de cutículas sigue siendo igual: ese anillo ya no es para mi mano, así como desde hacía dos años esa clínica ya no era para mí. En esos dos años sin clínica y sin anillo yo no había parado de crecer.
Una idea bajó y me rodeó: si ya no es lo que era, no sirve. Necesitaba un anillo para recordar un nuevo compromiso. Un anillo que no estaba en la Plaza Pagano, como no estuvo en las ferias de artesanos de Bariloche ni en la fiesta de las familias mapuches de Junín de los Andes.
Inicié una búsqueda casi militante, y lo encontré en una joyería chiquita a la que me mandó una barilochense. "No se usa eso. Ahora se usan anillos grandes, con piedras, con sellos, con dorados... lo que vos querés es... es... es como una alianza...", ensayó el joyero tratando de complacerme. Sonreí. Me salió una sonrisa profunda, desde adentro. "Sí. Yo necesito una alianza."
Una línea de plata con una fila de piedritas azules intercaladas navega en mi anular izquierdo. Azules como el color del Nahuel Huapí esa tarde. Azules como el azul profundo cuando queda un hilo de resplandor entre el lago y la montaña.
Anoche le contaba a mi amiga que me voy a vivir a Bariloche mientras miraba mi anillo de piedras azules. "¿Qué es ese anillo?", me preguntó. Y yo le conté la historia.