domingo, 16 de agosto de 2015

Volver a leer


Hay preguntas que una carga por años simplemente porque no encuentra las respuestas.

Mi familia descubrió que yo sabía leer cuando en las vacaciones antes de empezar primer grado leí todos los carteles de la ruta. 18 horas en el auto con una nena que leía los nombres de las localidades estirando las sílabas, como leen las nenas que están aprendiendo a leer. "Viiii voooo raaaa tá." Vivoratá existía y ahí seguro estaba la viborita visitando a su mamá, que la cabecita ya llegó pero la colita no. Había un cartel, era cierta la poesía. Y había empezado un camino. Nada de “Terminó”.

De nena fui una lectora voraz. Un libro atrás de otro; todo FIN era una despedida y una pequeña muerte que olvidaba cada vez que lo volvía a empezar. Era asidua visitante de librerías y asociada a la biblioteca popular del barrio, la Pueyrredón Sud. Iba los viernes a devolver los libros prestados y a buscar otros que no hubiera leído.

La biblioteca de la escuela no era un buen lugar: muebles duros, oscuros, altos hasta para mí, en donde una hora por semana había que sentarse a leer en silencio. “Ni el volido de una mosca tiene que escucharse”, decía la Señorita de Biblioteca. Era una mujer bajita, muy bajita, a la que decíamos PIF y de la que no recuerdo el nombre. Siempre recitaba la misma lista de libros. Como no confiaba en que hubiéramos terminado de leer lo que habíamos “elegido”, nos hacía preguntas para comprobarlo. No recuerdo cuándo ni como fue que lo aceptó, pero yo no leía de su lista, llevaba mis libros, así que salvo por esas sillas de tortura y el silencio obligado yo adoraba la hora de biblioteca.

Pasé la infancia, la adolescencia y los veintis y parte de los treintis entre libros. Visto a la distancia quizás haya sido adentro de los libros, que es un gran modo de tener un mundo bueno cuando el mundo que nos tocó vino fallado. Una gran injusticia que tiene la infancia es que estamos condenados a los adultos que vienen en el combo hasta que seamos grandes y podamos elegir a nuestros propios adultos. Los libros fueron un gran refugio, un modo de saber que había otras posibilidades: me dejaban igual de sola pero con la imaginación abierta. Yo no sabía que se podía hablar de libros sin que te tomaran examen. Y a nadie de los que andaban por mi vida les gustaba hablar de libros salvo para tomar examen. 

Cuando tuve TV, pareja, amigos, trabajo, mucho trabajo, cuando volví a estudiar, y muchas de esas cosas a la vez fui perdiendo contacto con los libros. Mientras me hacía de un mundo con adultos que elegía yo, los libros me alejaban de ellos porque la gente no lee, o no lee fuera de lo que la industria editorial le dice que tiene que leer. Cuando llegó Internet la distancia se agudizó. Un libro cada tanto, la mitad desilusiones. Me resistía a encuadrarme en el colectivo “la gente ya no lee porque no tiene tiempo”: yo tengo tiempo para la mayor parte de las cosas para las que la gente no tiene tiempo: hago mucho deporte, cocino, tengo una vida equilibrada y feliz. ¿Entonces?

La duda, sostenida por años, tuvo respuesta hoy en un entrenamiento.

Los años en los que dejé de leer fueron aquellos en los que llegaron los buenos adultos, los años en los que definitivamente se habían retirado los fantasmas de los adultos anteriores, años en los que la vida se puso buena en serio, sea por andar el camino de buscar o por haber encontrado. No necesitaba el mundo de los libros para salir de un mundo espantoso.

En los últimos días estuve rodeada de escritores y de personas que hacen al mundo de la lectura. Un grupo armado con manos mágicas, lleno de gente humilde, atenta, abierta a compartir, a escuchar, a interesarse en eso que no conocen, gente que puede sostener la mirada y la conversación. Gente que habla de la vida y habla de libros, no del marketing de los libros, de historias, de modos de contar, de emociones que genera, de continuidades y rupturas al escribir y al leer, algo que hasta ahora no me había pasado, ni de grande ni de chica.

De chica la prioridad fue salir del mundo de los adultos que me habían tocado; los libros fueron tabla de supervivencia. De grande solté a esos adultos y ya no necesité un mundo paralelo. Para leer necesitaba nuevos sentidos.

Ahora que encontré personas para hablar de libros me dieron ganas de volver a leer. Leer como contacto con otros. Leer para conversar de eso y juntarlo con la vida, no para evadirse, para encontrarse. Leer para hacer vínculos.  

Las respuestas, las soluciones a largos intríngulis llegan a mi vida mientras los pies se mueven al ritmo de la respiración y la botella vuela de una mano a otra. Miro los gansos, los loros, los mirlos, los árboles, el pasto. Miro a la gente que cruzo y a la que me acompaña en el camino sin estar ahí. Miro para adentro y lo conecto con el afuera y de esa conexión salen las mejores cosas. A los que me preguntan para qué corro: quizás corra para encontrar respuestas.


Nota: Entre el 12 y el 15 de agosto de 2015 fui invitada por la Fundación Mempo Giardinelli al 20ª Foro de Fomento del Libro y la Lectura. Es un encuentro anual que se desarrolla en Resistencia, Chaco y del que recomiendo participar. 

miércoles, 25 de febrero de 2015

Sólo no te nombran

Cuando murió Perón llovía y era invierno de medias can can. Escuchamos el comunicado oficial paraditas firmes y serias al lado de la Noblex Carina con funda de cuero marrón en el comedor diario. No hubo escuela, como tampoco hubo el 24 de marzo de 1976 pero ahí ya no nos despertaron; el Comunicado Nº 1 llegó muy temprano. Tantas veces lo escuche después y era tan chica cuando eso pasó que el recuerdo es difuso. Por esos tiempos se estaba muriendo mi abuela así que el miedo y la tristeza por las dos cosas estaban muy mezcladas. El 2 de abril de 1982 fue muy parecido. Empezaba a hacerse costumbre el despertarse con comunicados militares. La diferencia era que ya podía darme cuenta de que esas vivas al gobierno de la Dictadura no hablaban de algo bueno.

Popotitos –así le decíamos a la profesora de Inglés y de Lógica- entró en el aula con todos los que volvíamos del recreo y encontró un par de filas de bancos “acostados” sobre el piso. Era una mañana de fines de octubre de 1983; la noche anterior Raúl Alfonsín había cerrado la campaña electoral con un acto multitudiario. “Shhh, profe, están durmiendo, ayer fueron al Obelisco”, le dijo uno, probablemente el autor de semejante pavada. La profe, radical, se sonrió y sin enojos los mandó a ordenar. Nos dábamos cuenta que algo estaba cambiando y para bien.

Los levantamientos carapintadas de los 80 los recuerdo en la Plaza de Mayo. El “Felices Pascuas, la casa está en orden” lo escuché ahí. Andaba con Pablo y ojalá me hubiera dado cuenta de que era feliz.
El copamiento de La Tablada lo atravesé en un micro escolar, ida y vuelta a la quinta donde se hacía la colonia de Beteinu. El rayo de miedo que me cruzó cuando Abraham paró sus 6 años recién estrenados sobre el asiento para gritarle “¡¡POLICÍA CAGÓN!!” al militar que subió a revisar el micro en medio de la ruta fue un coletazo de muchos años de miedo.

El 17 de marzo de 1992 fue martes. El viernes anterior había debutado como maestra. Los martes había reunión y mil cosas que hacer. Los chicos se habían ido después de comer, hacía un calor de morirse y éramos varias en la sala de maestros pegando notas, recortando figuras, planificando, en fin, haciendo las cosas que hacen los maestros en una sala de maestros. Sí, tomando tecito, quejándose y chusmeando también. Todo junto. Alguien entró y dijo que habían volado la Embajada. Para el resto del mundo eso quizás no tenía significado en 1992 pero en una institución judía la Embajada es la Embajada de Israel. Otro rayo de miedo me dejó con la tijera en la mano atada a la silla de plástico verde mirándola a Nelly, la maestra más antigua. Lo que siguió fue un infierno, o eso creí. Siempre puede ser peor.

Y fue peor. El 18 de julio de 1994 fue lunes. El calendario escolar marcaba vacaciones de invierno. Hacía frío y estaba gris. Menos diez pasadas, desde la cama escuché un estallido. Temblaron los vidrios; pensé en el mecánico del taller de abajo: “seguro explotó una garrafa”.  En Radio del Plata estaban al aire Mónica Gutiérrez y Enrique Vázquez. A los pocos minutos salté de la cama con la noticia de la voladura de la AMIA. Las vacaciones que empezaban esa mañana terminaron automáticamente. Una escuela judía a la que asistían hijos de diplomáticos, jueces federales y ministros necesitaba ordenarse ante la nueva situación. Otra vez la Plaza de Mayo, paraguas, silencio, dolor por los muertos conocidos, por los nombres nuevos. Conocer a Gustavo, con quien un tiempo más tarde íbamos a compartir la vida. Y la desesperación porque en el Mariano Acosta todos los días había amenaza de bomba y los maestros evacuaban por la vereda de la escuela y siempre los pibes andaban pisándose los cordones de las zapatillas y nadie escuchaba a una practicante –yo- que ya tenía dos voladuras encima…

En 2001 trabajaba por contratos a término en la universidad y estudiaba Periodismo. El viernes 2 de diciembre de 2001 a las 14.50 llegó un docente al aula-redacción del diario y nos dijo que planeaban bloquear la disponibilidad de los depósitos bancarios. Logré comunicarme con el banco 15.02: ya era tarde. La noticia fue portada de los diarios del día siguiente. “Tomá, ayudáme con estas carpetas y charlemos un rato en el auto, nena”, me dijo Carlos Heller cuando lo pasé a buscar por la radio ese sábado. “No voy a poder ahora, me llamaron del Ministerio de Economía, hay reunión con Cavallo por la implementación del corralito.” Ni esos contactos ni saberlo antes, nada sirvió para rescatar el plazo fijo del que planeaba vivir el año siguiente mientras entregaba la tesis y conseguía empleo fijo, algo que no pasó hasta diciembre de 2003.
Mi trabajo errático incluía tomar exámenes universitarios en distintos lugares del país. Íbamos de a dos. El 19 de diciembre estábamos con Karina en Río Grande, Tierra del Fuego, ese lugar donde todo queda al norte. Nos enteramos de las luchas en la calle, de los muertos, del estado de sitio, de la renuncia del presidente, del helicóptero, de todo, viendo Crónica TV en el televisor de 14 pulgadas que tenía la habitación del hotel frente a la ría. No es que viniéramos durmiendo genial –los diciembres de esas latitudes tienen luz diurna por más de 20hs- pero ya no dormimos más. Yo llevaba un walkman con radio para la noche pero desde ese día empezó a trasladarse con nosotras. A la noche la TV quedaba prendida y yo ponía la radio bajo la almohada, los auriculares en los oídos y la angustia donde cupiera. Con las renuncias de Cavallo y De la Rúa los fueguinos salieron a tocar bocina como si hubieran ganado un campeonato y a reventar las tarjetas en los dos free shop de la ciudad. La empleada de la UTN, que nos prestaba el lugar para funcionar nos miraba extrañada: “eso pasa en el norte, es lejos, acá no pasa nada”. Si esa semana no se nos salieron los ojos de las órbitas calculábamos que ya no iba a pasarnos nunca en la vida.   
Debatimos mucho si pasar el fin de semana en Ushuaia tal como habíamos planeado antes de que el país se cayera con ruido y concluimos en que nada iba cambiar si volvíamos antes. Al desastre que veíamos por tv se sumaba la angustia de gastar dinero que quizás necesitáramos para vivir en unos días. No era mucho pero por esos tiempos contábamos las monedas; era el primer fin de semana que podíamos extender y esas eran mis vacaciones. Llegamos a la punta de la isla de día –siempre era de día- pero a la hora de la cena. El hostel tenía dibujado sobre el cemento de la entrada en letras hebreas lo que Karina tradujo como “Brujim Abaim”. Bienvenidos.  La dueña y su hija, de religión protestante, habían hecho una casa para recibir a turistas israelíes. Toda la cartelería estaba escrita en español, inglés y hebreo. Pocas veces fuimos tan bienvenidas como esa noche diurna por esas dos mujeres que por fin podían hablar con sus huéspedes en castellano.
En la cocina comunitaria había uno, dos, tres grupos de sabras. La cocina de campo se nos puso difícil y al intentar prenderla hicimos fuego como para un incendio. Los sabras nos miraron con gesto de “mirá a las pelotudas estas” al tiempo que decían “se lo Buenos Aires, se lo Buenos Aires[1], muertos de risa. Se nos saltaban las lágrimas de impotencia. Ellos veían nuestro drama como cuando nosotros vemos un ataque terrorista en medio de Tel Aviv: lejano infinito punto rojo. Deshumanizado. Nos sentíamos extranjeras en nuestro país. Dormí esa noche escuchando la sesión del Congreso en la que asumía Rodríguez Saa. Creo. Creo recordar los aplausos. O Puerta. No sé. Cuando nos levantamos la sesión seguía y yo iba cantando las novedades y comentando las barbaridades que decían los oradores como si fuera un stand up. Ya estaba pasada.
Volvimos a cruzar a los israelíes en la cocina a la hora del desayuno. Lo único que entendí fue “tapuz”, “tapuzim” y “zucariot[2]”. Hacían jugo de naranja. Con cara de nada Karina escuchaba lo que podía y me traducía. Uno se acercó a buscar, no sé, un cuchillo, una taza, y me dijo algo. Lo miré fijo: “aní lo medaberet hivrit[3]”. Era una de las pocas frases que sabía decir en hebreo. Se le desorbitaron los ojos: en Israel yo también había hablado impunemente de los que suponía que no me entendían. Conocer Ushuaia fue eso. No recuerdo nada más de ese viaje.

El 30 de diciembre de 2004 fui a la casa de una amiga que en unos días viajaba lejos y por un desafío enorme. El objetivo era hacer la valija y cerrarla. Ella puso música y charlamos como sabíamos charlar nosotras: con profundidad, a los saltos, sin dejar pasar nada y dejando pasar lo que había que dejar pasar. Todo matizado por “ya conté 15 remeras negras, basta”, “pero vos no entendés, esta es para si hace frío, esta por si hace calor, esta para la playa, esta por si tengo que ir arreglada, esta tiene pelotitas pero la adoro…” y “no sé para qué querés que te ayude si no me dejás ayudar”. Uff. Llegué a casa como a las 2am, como en una burbuja. Ya no había TV. Prendí la radio y rompí la burbuja: ahí estaba el drama de Cromañon.

El 22 de febrero de 2012 teníamos una reunión importante para el equipo de trabajo. Ya había sido pospuesta varias veces y no podíamos seguir dilatando las decisiones para un proyecto central. Todavía en mi pen drive hay una carpeta llamada “reunión 21-3” con todos los archivos que pudiéramos necesitar para contestar preguntas rápidamente. Por deformación profesional la que está siempre atenta a las noticias soy yo así que me tocó ser informante de la desgracia. El día, la reunión y el resto de los días estuvieron cruzados por una tragedia que se llevó más de 50 vidas y afectó para siempre a cientos. Una se da cuenta de lo grave que es algo cuando a quienes nunca parece importarles nada se interesan y se conmueven. Eso pasó con la desgracia de Once.

Cuando me enteré de la muerte de Nisman era madrugada. Una madrugada en la que no tenía obligación de despertarme porque ese lunes empezaba unos días de vacaciones. En esos días –estos días- pensé en muchas cosas. Entre ellas, en esa relación que hay entre un hecho histórico que llegará a las curriculas escolares y el recordar cómo fue, qué estaba haciendo cuando me enteré, cuando transcurría. Y hoy escribí todo esto casi de corrido, como si fuera una cronología que muestra por qué un hecho es importante para la vida de un país cuando cruza a buena parte de sus habitantes, aún cuando ellos no lo sepan y aún cuando no los afecte de manera directa en ese instante. No vemos que a partir de ese día las vidas de muchos o de todos van a cambiar. No lo vemos porque estamos afectados directamente buscando un muerto con la fuerza puesta en que esté vivo o guardados por el miedo que dan las armas en la calle pero estamos con la tecnología del momento, siendo parte sin saber. Me pregunté qué hechos no puse porque no recuerdo y no lo sé, porque justamente no los recuerdo y quizás algún lector cuente el suyo y refresque mi memoria. Hay días en los que te parece que en el diario no hablan de ti y están hablando de ti. No te ves porque no te nombran.





[1] “Esto no es Buenos Aires, esto no es Buenos Aires.”
[2] Naranja, naranjas, caramelos.
[3] “Yo no sé hablar hebreo.”

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Cáncer de mama: no manden fruta

Volvió la “campaña” que con la pretensión de jugar le falta el respeto a la promoción de la salud y a la prevención de enfermedades.  

¿De qué hablo? Hay una "campaña" que circula desde hace dos o tres años, con el objetivo de concientizar / alertar / prevenir sobre el cáncer de mama.  La propuesta es pasar un mensaje en secreto entre mujeres con algo parecido a un código. Cada una debe leerlo, elegir su clave y ponerla en un estado público en el muro de Facebook, no explicar nada de esto a los varones y hacer que ellos se pregunten de qué se trata. Por ejemplo, poner en el estado el número de zapato o el color del corpiño que estamos usando. Este año es poner una fruta que identifique el “estado amoroso”. Y ESO ES TODO.

No sé si hay dos descerebradas -o dos misóginos- riéndose del otro lado del Atlántico al ver qué fácil es hacer que las mujeres hagan lo que les dicen sin pensar, o si tienen una apuesta y van midiendo la penetración de la pavada. Quizás no sean descerebradas y tengan un objetivo académico, económico, una apuesta, vaya a saber. Ya ni siquiera se ocupan de ver que las categorías sean excluyentes y exclusivas, esto es, que sólo se pueda responder una cosa. No conozco mujeres que tengan un solo número de zapato. Depende de la horma, del modelo, del tipo de calzado y la función para la que sirve. Y ni hablar del código de este año: equipara una fruta a un supuesto “estado amoroso”. Sólo una cabeza mononeuronal pudo proponer esto:

FRUTILLA: soltera
MANZANA: comprometida.
CEREZA: te haces la amiga.
BANANA: casada.
ANANÁ: hay onda
FRAMBUESA: yo soy inconstante.
DURAZNO: libre, tranquila, suelta.
PERA: yo soy la otra mitad.
NARANJA: no es posible encontrar alguien que sirva.
LIMÓN: queres ser soltera
UVA: queres casarte con tu amigo.
SANDÍA : De novia

Varias que conozco serían una frutería: casada (con uno que no sirve, por lo que querría ser soltera pero lamentablemente está comprometida mientras no le es posible encontrar a alguien que sirva), hay onda (y se hace la amiga porque está casada) y como es inconstante está de novia en secreto cada tanto con uno nuevo. O sea: banana, manzana, cereza, ananá, frambuesa, naranja, limón, sandía. No sé si se les acabaron las frutas o son demasiado mojigatas para poner en la lista una que identifique a las que tienen amantes, las bisexuales, las swingers, las que prefieren orgías y otras.

¿Querés prevenir el cáncer de mama? 

Empezá por vos: buscá cuándo fue que te hiciste los últimos estudios ginecológicos completos. ¿Pasó un año? ¿Más? ¿No sabés? Es hora de pedir turno. Los estudios permiten tomar cualquier patología a tiempo y los tratamientos tienen más efectividad. En consulta ginecológica preguntá todo lo que no sepas. Cada etapa vital tiene sus características, no todas requerimos los mismos estudios ni la misma frecuencia. Anotá lo que te digan y sobre eso, agendá tus fechas. Y cumplí con el pedido de turnos. ¿Qué es una burocracia insoportable? Sí. ¿Qué no te gusta que te aplasten las tetas? Bueno. Es una vez al año, 10 minutos. Un cáncer duele más.

Y eso no es todo.
Podés tener un estilo de vida saludable y no exponerte a lo que hace mal: comida chatarra en grandes porciones, sedentarismo, tabaco, poco descanso, infelicidad. Y podés marcar en la agenda, en el celular, en un calendario pegado sobre la heladera, donde vayas a verlo, el momento del mes en el que vas a hacerte el autoexamen mamario posmenstrual.

No te quedes en lo individual. 
Podés elegir tres amigas a las que vas a monitorear para que hagan lo mismo. Pueden poner el mismo mes del año, el que les convenga, para hacerse los estudios. Y cuando todas terminaron y hayan salido bien, festejar. O acompañar.  Y cada una de ellas puede elegir otras tres amigas y hacer lo mismo. Y si sos varón podés hacerlo igual. Eso es viralizar una buena acción de prevención frente al cáncer de mama. Y si querés, contálo en tu estado de Facebook y hacé que otros te imiten. Y ahora tendría que encontrar una empresa que compre la idea sin copiarla. Putamadre. Yo también tengo algo que hacer para prevenir el cáncer de mama. 

jueves, 7 de agosto de 2014

Un camino que sólo veo yo

Estaba todo en el mismo lugar. Iba a decir que estaba todo como lo recordaba, pero, curiosamente sólo recordaba los brazos calientes cortando el viento frío y casi nada más.
Mientras me vestía entré en pánico: no me acordaba dónde estaban las marcas, cuanto medía cada uno de los parques. Decidí el recorrido mientras salía a la avenida. Era la primera vez que tenía que armar un trayecto largo y no podía resolver. Me mareaban las cuentas. Son 4, si salgo del 1 y llego hasta el 4 son 3 y vuelvo, son otros 3, me da 6, no sirve, salgo del 1, llego hasta el 3, son 2, vuelvo, son 4, bien, ahí tengo la primera parte, vamos con eso mientras resuelvo el resto.
Caminé hasta el 1, estiré las piernas, me desabrigué y empecé a perseguir mi sombra, todavía larga.
El pie derecho avanza, reconoce el territorio, sigue el izquierdo mientras cada pierna se acomoda y el resto del cuerpo acompaña. Hay quien dice que Buenos Aires es una ciudad plana. Yo no discutiría con ellos, los llevaría a correr conmigo. Hoy, después de un año, me reencontré con cada una de las subidas y bajadas que tiene la avenida Figueroa Alcorta entre Salguero y el edificio Blue Sky. Lo que más me impresionó fue que yo no las recordaba pero mis pies sabían de cada una de ellas.
Siempre estoy empezando”, le dije el otro día a mi entrenador. Siempre pienso en eso, que siempre estoy empezando y una parte de mí se avergüenza por eso, como si fuera una falla, un error. Hoy, volviendo a esa ruta que mis pies conocen tanto pensé que el modo en el que me tomo la vida hace que siempre esté empezando, que mis caminos no son rectos, que la línea que une cada cosa que empiezo no es obvia pero es fuerte y que tiene un sentido que elijo. Que siempre estoy empezando algo que se ve porque sirve al camino que sigo, que no se ve. Ya sé, es difícil de entender.
Si paso todos los semáforos en verde, si nada me detiene, eso va a ser una señal.” Me río de lo que pienso, ¿qué diferencia tiene con esas vírgenes que pasan en facebook?
Pienso en los extranjeros que pasean, en que quizás me cruce con una amiga que trabaja cerca y me escuchó mil veces pasar por esa avenida y suspirar viendo a otros corredores y en cómo va a tocar la bocina y ponerse contenta, tan contenta como me pongo yo de poder volver a correr, en la falta de semáforos peatonales, en que no me atropelle esa bici, en que la señal de la bicisenda está puesta al revés, en que no arreglaron nada de lo que estaba mal hace un año. Igual sonrío.
Llego al 1, terminó la primera etapa. Me tocaron 4 km de semáforos en verde: todos. Y quiero que sea una buena señal.
Camino hasta la plaza haciendo cuentas otra vez. Ahora son metros: tengo que llegar a 1000. Resuelvo y cambio sobre la marcha: no voy a caminar 1000, me enfrío muy rápido. A los 600 vuelvo a correr. Mñnsnss, tres plazas y me van a faltar 600, voy por las tres y calculo
Corro, corro, corro. Esta la tengo dominada. Sé dónde hay una raíz suelta, dónde un fierro levantado, cómo evitar la columna cuando viene alguien de frente. Está seca, no voy a patinar. En la primera vuelta controlo la mierda perruna y ya sé dónde no pisar. Los vecinos de Castex y Cavia también son sucios, sí señor.

Faltan 4 días para el cumpleaños de mi última carrera, faltan 25 para la próxima. Porque siempre estoy volviendo a alguna parte. Siempre estoy empezando algo visible mientras sigo un camino que, a veces, sólo veo yo. 

domingo, 20 de julio de 2014

Amigas en segunda oportunidad

 Con Gladys nos conocimos a los 5 años.
Usábamos delantal con tablas y una valija de cuero.
Ella tenía su lugar en la fila bien adelante y yo por el medio.
A mí me peinaban con dos trenzas que a media mañana ya estaban deshechas; ella tenía el pelo largo, por la cintura, como yo hubiera querido tener. Su mamá le hacía una colita bien firme con una hebilla francesa y una trenza apretadísima que le duraba todo el día.
Usaba unas argollas de oro facetadas, porque a ella sí la dejaban tener aritos.
Gladys tenía hermanas mayores, ella ya sabía cómo eran las cosas. Vivía a la vuelta de la escuela y almorzaba en su casa.Yo vivía lejos,del otro lado de las vías del Mitre, volvía en la camioneta de Norma y mi familia se desentendía de mí por todo el día.
Con Gladys nos llevábamos horrible. Todavía tengo una marca en un dedo  que dejó la punta de una escuadra que me clavó en un forcejeo vaya a saber por qué.

A Claudia no me acuerdo exactamente cuando la conocí. Me parece que fue en 3º, cuando mezclaron los grupos por primera vez. Es que en la mitad de 3º yo pasé del medio de la fila al fondo. Claudia era la de atrás en la fila y a la que le peleaba el espacio cuando girábamos para subir al aula y ella quedaba adelante. Una estupidez, pero bué. Hoy veo adultos en el subte haciendo lo mismo. También peleábamos por las hamacas del parque del colegio.  
Pasamos muchos tiempos sin hablarnos. Nos amigamos muchas veces. Y nos volvimos a pelear.

El puntaje del examen de ingreso me alcanzó para entrar en el turno mañana  de la secundaria. La desgracia me depositó en 1º6º, una división con Francés y Latín y la suerte me hizo vecina del Hada Patricia, quien toda su vida –su vida de 13 años, claro- soñó estudiar francés y me dio su lugar en 1º7º, que sólo tenía Inglés. 
Yo detestaba el vóley con todo mi corazón así que con Cristina, que estaba en 1º6º, tampoco compartimos las clases de Educación Física, ni colectivos ni nada. Vivía en Ballester y yo en Capital. La tenía de vista pero recién nos cruzamos en 4º1º, cuando caímos en el Bachillerato Pedagógico. Era rubia, quilombera, hablaba de igual a igual con los varones. Algunos hasta le tenían miedo. La escuela para ella era un trámite que había que pasar; se conocía todas las trampas y estaba siempre al límite: caminaba por la cornisa, literalmente. Estudiaba fotografía en la Panamericana de Arte y leía muchísimo pero yo no lo sabía. La miraba, la estudiaba quizás. Era lo que en el modelo de mi familia no había que ser, en un tiempo en el que lo que la familia pretendía de mí era axioma.
Pasé la secundaria esperando una vacante en una escuela de periodismo y tuve una vida paralela a la escolar, sobre todo desde los 14. Mis mundos incluían actividades distintas a las que vivían mis compañeros: no sólo hacía deporte sino que estudiaba fotografía, geopolítica de Medio Oriente, editaba una “revista subte” y participaba de grupos sociales en el club. Viajaba sola, lejos, tarde. Leía, leía mucho. Lo corriente, lo infrecuente y lo prohibido.

Mis verdaderos amigos eran los del club. En la escuela era rara. Y me ofendí mortalmente cuando Cristina trajo la “novedad” de la Trova Cubana: yo escuchaba a Silvio y a Pablo en cassettes piratas desde hacía dos años, los había descubierto a través de la revista Humor pero en la escuela nadie me había escuchado a mí.



Ni con Gladys, ni con Claudia, ni con Cristina supimos ver la cantidad de cosas que nos hermanaban desde la infancia. Pasamos años midiéndonos y los desencuentros nos ganaron.
Cada una eligió una vida distinta, desde lo personal, lo profesional, lo familiar. Distinta es enormemente distinta: tener hijos, con quién tenerlos o no tenerlos, vivir con alguien o no, trabajar, para quién y con qué sentido son parte de las cosas que nos separan.

Gladys, con una militancia envidiable se ocupó de juntar todos los teléfonos y de hacer contacto con cada una de las compañeras de la primaria cuando todavía no había redes sociales. Ella se acuerda de cosas que yo nunca hubiera retenido.
Claudia y Cristina volvieron a mi agenda con Facebook.

Podemos pasar semanas y meses sin saber de la otra. Bueno, yo de ellas, que son muy reservadas en las redes sociales. Lo cierto es que las tres tienen un radar para saber qué decir y cuándo, incluso cuando no nos tenemos a la vista. Nos admiramos y creo que nunca nos lo dijimos. Sabemos tener las lenguas más filosas y largas y las palabras más amorosas. No me imagino tomando una decisión importante sin consultarlas. No me imagino tener una angustia o una duda y no compartirla con ellas. No me imagino tener una alegría y que ellas no se enteren.

Construimos –y no sé cómo ni cuándo- una complicidad y un entendimiento tan profundo como sólo pueden hacer aquellos que no juzgan al diferente sino que intentan calzar sus zapatos y mirar el mundo desde ahí. Sus palabras se construyen desde lo que ellas sienten y son pero siempre en foco con lo que la otra siente y es.
Necesitamos crecer para vernos en la coincidencia. Crecer de madurar, no de cumplir años.
Es cierto que no hay otra oportunidad para una primera impresión. Y es cierto que las primeras impresiones pueden cerrarnos oportunidades. 
No voy a discutir eso de que “todo encuentro es un reencuentro”. Qué sé yo si es verdad. Lo que sé es que con Gladys, Claudia y Cristina dimos vuelta esa frase: el reencuentro fue un encuentro. Y a mí me llena de felicidad. 

sábado, 14 de junio de 2014

Volviste un día

Dos horas y cuarto para llegar.
Saber que todo lo que había llovido tenía que haber dejado el parque como una pileta.
Saber que no podía correr en tierra ni en asfalto.
Ver que se hacía de noche y no llegar.
Andar el barrio donde se amontonan mis juegos de infancia con los sueños deportivos.
Respirar ese aire verde y mojado, espantar la molestia.
Llegar, charlar, empezar: abdominales, elevación de cadera, gemelos, sentadillas, y así.
Una vuelta de caminata rápida por asfalto.  “Si te veo corriendo te bajo a piedrazos.” Bueno. Entendí.
Salir por esos 900m. Sentir que viene alguien corriendo fuerte y que baja la velocidad.  “Volviste un día”, me dice desde atrás, sonriendo,  sin parar y subiendo  la velocidad.
Sentir que mi boca crece, se arquea y que la sonrisa no me entra en la cara.
Sí. Un día volví.  


miércoles, 26 de marzo de 2014

La magia de verla en el cine


Y véanla en el cine.” Así terminan las recomendaciones de la mayor parte de los críticos que leo. Se puso de moda ver las películas en casa, en copias de baja calidad y dudosa legalidad.

Ver una película en el cine es un placer. Las alfombras mullidas, llegar a la butaca, las luces que se van apagando de a poco y que quede la pantalla enorme presidiendo la magia. Por dos horas el sonido y la oscuridad envuelven y la emoción se impone. 
Linda escena, ¿no? Es la figurita difícil del álbum de las buenas experiencias. Hoy ver una película en el cine tiene altas chances de ser un descenso al infierno. 

Conseguir entradas es pasar un laberinto de horarios, colas y caprichos –cuando no corrupciones- de los boleteros. 
-¿Me das para mañana a las 19.00?-
-Son 16 filas, tengo de la 8 hacia adelante al centro y si no en las puntas.-
-¿Cómo? ¿No tenés más atrás?-
-Sí, en las puntas.- responde imperturbable.
-¿Vos me estás diciendo que a las 11 de la mañana del día anterior no tenés buenas entradas para las 19.00 de mañana?-, digo, y sí, subo el tono.
-Fila 15 al centro.-
-Ah, mirá. Encontraste.-

Y al día siguiente, la fila 16 vacía y los que finalmente la ocuparán parcialmente van a entrar con la película empezada. 

El horario de inicio es el horario en el que comienzan los comerciales. Nunca más se encenderá la luz así que hay que ver 20 minutos de promociones antes de llegar a la película elegida, porque tampoco hay acomodadores ni como encontrar la butaca en la oscuridad. 

La gente ya no va al cine a disfrutar de una película. Va al cine como puede ir a un bar o a la casa de la tía Pocha o simplemente a no estar en su monoambiente mirando la cara de otro con el que convive. Eso explica que en los últimos años el cine se haya convertido en un comedero de compulsivos, en un living incómodo para poner los pies sobre una mesa y donde muchos no ahorran los comentarios con el vecino, las risas desubicadas, los celulares sonando, el moverse o pararse molestando a los de atrás o los costados.
¿Qué es lo que lleva a una persona a no poder pasar dos horas sin masticar algo? Viene de almorzar, de merendar, va a cenar y no puede parar de revolver dentro del megabalde de pochoclos, de sacudir un supervaso de gaseosa con hielo, sorberla con ruido y pasar el balde, el vaso o cualquier otro comestible al amigo, hasta que alguno llegue al fondo. 

La música puede ser gloriosa, la puesta puro arte, el guión puede tener pilas de pequeños gestos que ellos van a perderse y van a hacer que te pierdas por sus ruidos, sus comentarios, sus risas fuera de tiempo y en los momentos dramáticos de la película. Y no sólo risas: hay quien le habla a la pantalla, discute dónde fue filmada esa escena, grita… 

La película termina y se apuran por irse. Te pisan, te tapan los títulos del final y se amontonan en la escalera a no poder salir, porque claro, nadie baja velozmente las escaleras de escalón doble en semioscuridad... sin contar los que se paran en medio porque se arrepintieron. 

Fuiste al cine por la maravillosa experiencia de disfrutar una película en un ambiente apropiado y salís con calambres por cogotear, molesto por tener que buscar el momento y el tono para pedir silencio o mirar fuerte al que toda la función empuja tu butaca con las rodillas como si eso pudiera agrandar su espacio para poner las piernas, por no hablar de la lucha a codo partido por conquistar el apoyabrazo… y al bajar la escalera cuando todos salieron recordás la escena con el vendedor de entradas. 

Quizás los críticos hayan quedado fijados en la salida al cine de la infancia, esa fiesta, ese encuentro con los vecinos del barrio, esas ganas de tomarle la mano y besarlo quizás, esos tiempos en los que hacíamos barbaridades y eran otros los que se enojaban. O en el sobre que pasan las cadenas de cines, aunque dudo. No lo necesitan.

Pantalla gigante, sonido de avanzada, 3D, butacas amplias, alfombras mullidas… y un catálogo de hijos únicos que arruinan la experiencia. Que alguien haga algo. Que ir al cine vuelva a ser aquel tiempo mágico para el asombro, el miedo, la alegría, el tiempo detenido por dos horas. Y ahí sí, yo también voy a decir “y véanla en el cine”.