Cuando murió Perón llovía y
era invierno de medias can can. Escuchamos el comunicado oficial paraditas firmes
y serias al lado de la Noblex Carina
con funda de cuero marrón en el comedor diario. No hubo escuela, como tampoco
hubo el 24 de marzo de 1976 pero ahí ya no nos despertaron; el Comunicado Nº 1 llegó muy temprano. Tantas
veces lo escuche después y era tan chica cuando eso pasó que el recuerdo es
difuso. Por esos tiempos se estaba muriendo mi abuela así que el miedo y la
tristeza por las dos cosas estaban muy mezcladas. El 2 de abril de 1982 fue muy
parecido. Empezaba a hacerse costumbre el despertarse con comunicados
militares. La diferencia era que ya podía darme cuenta de que esas vivas al
gobierno de la Dictadura no hablaban de algo bueno.
Popotitos –así le decíamos a
la profesora de Inglés y de Lógica- entró en el aula con todos los que
volvíamos del recreo y encontró un par de filas de bancos “acostados” sobre el
piso. Era una mañana de fines de octubre de 1983; la noche anterior Raúl
Alfonsín había cerrado la campaña electoral con un acto multitudiario. “Shhh, profe, están durmiendo, ayer fueron al
Obelisco”, le dijo uno, probablemente el autor de semejante pavada. La
profe, radical, se sonrió y sin enojos los mandó a ordenar. Nos dábamos cuenta
que algo estaba cambiando y para bien.
Los levantamientos carapintadas
de los 80 los recuerdo en la Plaza de Mayo. El “Felices Pascuas, la casa está en orden” lo escuché ahí. Andaba con
Pablo y ojalá me hubiera dado cuenta de que era feliz.
El copamiento de La Tablada lo
atravesé en un micro escolar, ida y vuelta a la quinta donde se hacía la
colonia de Beteinu. El rayo de miedo que me cruzó cuando Abraham paró sus 6 años recién estrenados sobre
el asiento para gritarle “¡¡POLICÍA CAGÓN!!” al militar que subió a revisar el
micro en medio de la ruta fue un coletazo de muchos años de miedo.
El 17 de marzo de 1992 fue
martes. El viernes anterior había debutado como maestra. Los martes había
reunión y mil cosas que hacer. Los chicos se habían ido después de comer, hacía
un calor de morirse y éramos varias en la sala de maestros pegando notas,
recortando figuras, planificando, en fin, haciendo las cosas que hacen los
maestros en una sala de maestros. Sí, tomando tecito, quejándose y chusmeando
también. Todo junto. Alguien entró y dijo que habían volado la Embajada. Para
el resto del mundo eso quizás no tenía significado en 1992 pero en una
institución judía la Embajada es la Embajada de Israel. Otro rayo de miedo me
dejó con la tijera en la mano atada a la silla de plástico verde mirándola a
Nelly, la maestra más antigua. Lo que siguió fue un infierno, o eso creí. Siempre
puede ser peor.
Y fue peor. El 18 de julio de
1994 fue lunes. El calendario escolar marcaba vacaciones de invierno. Hacía
frío y estaba gris. Menos diez pasadas, desde la cama escuché un estallido.
Temblaron los vidrios; pensé en el mecánico del taller de abajo: “seguro
explotó una garrafa”. En Radio del Plata
estaban al aire Mónica Gutiérrez y Enrique Vázquez. A los pocos minutos salté
de la cama con la noticia de la voladura de la AMIA. Las vacaciones que empezaban esa mañana
terminaron automáticamente. Una escuela judía a la que asistían hijos de
diplomáticos, jueces federales y ministros necesitaba ordenarse ante la nueva
situación. Otra vez la Plaza de Mayo, paraguas, silencio, dolor por los muertos
conocidos, por los nombres nuevos. Conocer a Gustavo, con quien un tiempo más
tarde íbamos a compartir la vida. Y la desesperación porque en el Mariano
Acosta todos los días había amenaza de bomba y los maestros evacuaban por la vereda
de la escuela y siempre los pibes andaban pisándose los cordones de las
zapatillas y nadie escuchaba a una practicante –yo- que ya tenía dos voladuras
encima…
En 2001 trabajaba por
contratos a término en la universidad y estudiaba Periodismo. El viernes 2 de
diciembre de 2001 a las 14.50 llegó un docente al aula-redacción del diario y
nos dijo que planeaban bloquear la disponibilidad de los depósitos bancarios. Logré
comunicarme con el banco 15.02: ya era tarde. La noticia fue portada de los
diarios del día siguiente. “Tomá, ayudáme
con estas carpetas y charlemos un rato en el auto, nena”, me dijo Carlos
Heller cuando lo pasé a buscar por la radio ese sábado. “No voy a poder ahora, me llamaron del Ministerio de Economía, hay
reunión con Cavallo por la implementación del corralito.” Ni esos contactos
ni saberlo antes, nada sirvió para rescatar el plazo fijo del que planeaba
vivir el año siguiente mientras entregaba la tesis y conseguía empleo fijo,
algo que no pasó hasta diciembre de 2003.
Mi trabajo errático incluía
tomar exámenes universitarios en distintos lugares del país. Íbamos de a dos. El
19 de diciembre estábamos con Karina en Río Grande, Tierra del Fuego, ese lugar
donde todo queda al norte. Nos enteramos de las luchas en la calle, de los
muertos, del estado de sitio, de la renuncia del presidente, del helicóptero,
de todo, viendo Crónica TV en el televisor de 14 pulgadas que tenía la
habitación del hotel frente a la ría. No es que viniéramos durmiendo genial
–los diciembres de esas latitudes tienen luz diurna por más de 20hs- pero ya no
dormimos más. Yo llevaba un walkman con radio para la noche pero desde ese día
empezó a trasladarse con nosotras. A la noche la TV quedaba prendida y yo ponía
la radio bajo la almohada, los auriculares en los oídos y la angustia donde
cupiera. Con las renuncias de Cavallo y De la Rúa los fueguinos salieron a
tocar bocina como si hubieran ganado un campeonato y a reventar las tarjetas en
los dos free shop de la ciudad. La
empleada de la UTN, que nos prestaba el lugar para funcionar nos miraba
extrañada: “eso pasa en el norte, es
lejos, acá no pasa nada”. Si esa semana no se nos salieron los ojos de las
órbitas calculábamos que ya no iba a pasarnos nunca en la vida.
Debatimos mucho si pasar el
fin de semana en Ushuaia tal como habíamos planeado antes de que el país se
cayera con ruido y concluimos en que nada iba cambiar si volvíamos antes. Al desastre
que veíamos por tv se sumaba la angustia de gastar dinero que quizás
necesitáramos para vivir en unos días. No era mucho pero por esos tiempos
contábamos las monedas; era el primer fin de semana que podíamos extender y
esas eran mis vacaciones. Llegamos a la punta de la isla de día –siempre era de
día- pero a la hora de la cena. El hostel tenía dibujado sobre el cemento de la
entrada en letras hebreas lo que Karina tradujo como “Brujim Abaim”. Bienvenidos. La
dueña y su hija, de religión protestante, habían hecho una casa para recibir a
turistas israelíes. Toda la cartelería estaba escrita en español, inglés y
hebreo. Pocas veces fuimos tan bienvenidas como esa noche diurna por esas dos
mujeres que por fin podían hablar con sus huéspedes en castellano.
En la cocina comunitaria había
uno, dos, tres grupos de sabras. La cocina de campo se nos puso difícil y al
intentar prenderla hicimos fuego como para un incendio. Los sabras nos miraron con
gesto de “mirá a las pelotudas estas”
al tiempo que decían “se lo Buenos Aires,
se lo Buenos Aires”,
muertos de risa. Se nos saltaban las lágrimas de impotencia. Ellos veían
nuestro drama como cuando nosotros vemos un ataque terrorista en medio de Tel
Aviv: lejano infinito punto rojo. Deshumanizado. Nos sentíamos extranjeras en
nuestro país. Dormí esa noche escuchando la sesión del Congreso en la que
asumía Rodríguez Saa. Creo. Creo recordar los aplausos. O Puerta. No sé. Cuando
nos levantamos la sesión seguía y yo iba cantando las novedades y comentando
las barbaridades que decían los oradores como si fuera un stand up. Ya estaba
pasada.
Volvimos a cruzar a los
israelíes en la cocina a la hora del desayuno. Lo único que entendí fue “tapuz”, “tapuzim” y “zucariot”.
Hacían jugo de naranja. Con cara de nada Karina escuchaba lo que podía y me
traducía. Uno se acercó a buscar, no sé, un cuchillo, una taza, y me dijo algo.
Lo miré fijo: “aní lo medaberet hivrit”.
Era una de las pocas frases que sabía decir en hebreo. Se le desorbitaron los
ojos: en Israel yo también había hablado impunemente de los que suponía que no
me entendían. Conocer Ushuaia fue eso. No recuerdo nada más de ese viaje.
El 30 de diciembre de 2004 fui
a la casa de una amiga que en unos días viajaba lejos y por un desafío enorme. El
objetivo era hacer la valija y cerrarla. Ella puso música y charlamos como
sabíamos charlar nosotras: con profundidad, a los saltos, sin dejar pasar nada
y dejando pasar lo que había que dejar pasar. Todo matizado por “ya conté 15 remeras negras, basta”, “pero vos no entendés, esta es para si hace
frío, esta por si hace calor, esta para la playa, esta por si tengo que ir
arreglada, esta tiene pelotitas pero la adoro…” y “no sé para qué querés que te ayude si no me dejás ayudar”. Uff. Llegué
a casa como a las 2am, como en una burbuja. Ya no había TV. Prendí la radio y
rompí la burbuja: ahí estaba el drama de Cromañon.
El 22 de febrero de 2012
teníamos una reunión importante para el equipo de trabajo. Ya había sido
pospuesta varias veces y no podíamos seguir dilatando las decisiones para un
proyecto central. Todavía en mi pen drive hay una carpeta llamada “reunión 21-3”
con todos los archivos que pudiéramos necesitar para contestar preguntas
rápidamente. Por deformación profesional la que está siempre atenta a las
noticias soy yo así que me tocó ser informante de la desgracia. El día, la
reunión y el resto de los días estuvieron cruzados por una tragedia que se
llevó más de 50 vidas y afectó para siempre a cientos. Una se da cuenta de lo
grave que es algo cuando a quienes nunca parece importarles nada se interesan y
se conmueven. Eso pasó con la desgracia de Once.
Cuando me enteré de la muerte
de Nisman era madrugada. Una madrugada en la que no tenía obligación de
despertarme porque ese lunes empezaba unos días de vacaciones. En esos días –estos
días- pensé en muchas cosas. Entre ellas, en esa relación que hay entre un
hecho histórico que llegará a las curriculas escolares y el recordar cómo fue, qué
estaba haciendo cuando me enteré, cuando transcurría. Y hoy escribí todo esto
casi de corrido, como si fuera una cronología que muestra por qué un hecho es
importante para la vida de un país cuando cruza a buena parte de sus habitantes,
aún cuando ellos no lo sepan y aún cuando no los afecte de manera directa en
ese instante. No vemos que a partir de ese día las vidas de muchos o de todos
van a cambiar. No lo vemos porque estamos afectados directamente buscando un
muerto con la fuerza puesta en que esté vivo o guardados por el miedo que dan
las armas en la calle pero estamos con la tecnología del momento, siendo parte
sin saber. Me pregunté qué hechos no puse porque no recuerdo y no lo sé, porque
justamente no los recuerdo y quizás algún lector cuente el suyo y refresque mi
memoria. Hay días en los que te parece que en el diario no hablan de ti y están
hablando de ti. No te ves porque no te nombran.