domingo, 20 de julio de 2014

Amigas en segunda oportunidad

 Con Gladys nos conocimos a los 5 años.
Usábamos delantal con tablas y una valija de cuero.
Ella tenía su lugar en la fila bien adelante y yo por el medio.
A mí me peinaban con dos trenzas que a media mañana ya estaban deshechas; ella tenía el pelo largo, por la cintura, como yo hubiera querido tener. Su mamá le hacía una colita bien firme con una hebilla francesa y una trenza apretadísima que le duraba todo el día.
Usaba unas argollas de oro facetadas, porque a ella sí la dejaban tener aritos.
Gladys tenía hermanas mayores, ella ya sabía cómo eran las cosas. Vivía a la vuelta de la escuela y almorzaba en su casa.Yo vivía lejos,del otro lado de las vías del Mitre, volvía en la camioneta de Norma y mi familia se desentendía de mí por todo el día.
Con Gladys nos llevábamos horrible. Todavía tengo una marca en un dedo  que dejó la punta de una escuadra que me clavó en un forcejeo vaya a saber por qué.

A Claudia no me acuerdo exactamente cuando la conocí. Me parece que fue en 3º, cuando mezclaron los grupos por primera vez. Es que en la mitad de 3º yo pasé del medio de la fila al fondo. Claudia era la de atrás en la fila y a la que le peleaba el espacio cuando girábamos para subir al aula y ella quedaba adelante. Una estupidez, pero bué. Hoy veo adultos en el subte haciendo lo mismo. También peleábamos por las hamacas del parque del colegio.  
Pasamos muchos tiempos sin hablarnos. Nos amigamos muchas veces. Y nos volvimos a pelear.

El puntaje del examen de ingreso me alcanzó para entrar en el turno mañana  de la secundaria. La desgracia me depositó en 1º6º, una división con Francés y Latín y la suerte me hizo vecina del Hada Patricia, quien toda su vida –su vida de 13 años, claro- soñó estudiar francés y me dio su lugar en 1º7º, que sólo tenía Inglés. 
Yo detestaba el vóley con todo mi corazón así que con Cristina, que estaba en 1º6º, tampoco compartimos las clases de Educación Física, ni colectivos ni nada. Vivía en Ballester y yo en Capital. La tenía de vista pero recién nos cruzamos en 4º1º, cuando caímos en el Bachillerato Pedagógico. Era rubia, quilombera, hablaba de igual a igual con los varones. Algunos hasta le tenían miedo. La escuela para ella era un trámite que había que pasar; se conocía todas las trampas y estaba siempre al límite: caminaba por la cornisa, literalmente. Estudiaba fotografía en la Panamericana de Arte y leía muchísimo pero yo no lo sabía. La miraba, la estudiaba quizás. Era lo que en el modelo de mi familia no había que ser, en un tiempo en el que lo que la familia pretendía de mí era axioma.
Pasé la secundaria esperando una vacante en una escuela de periodismo y tuve una vida paralela a la escolar, sobre todo desde los 14. Mis mundos incluían actividades distintas a las que vivían mis compañeros: no sólo hacía deporte sino que estudiaba fotografía, geopolítica de Medio Oriente, editaba una “revista subte” y participaba de grupos sociales en el club. Viajaba sola, lejos, tarde. Leía, leía mucho. Lo corriente, lo infrecuente y lo prohibido.

Mis verdaderos amigos eran los del club. En la escuela era rara. Y me ofendí mortalmente cuando Cristina trajo la “novedad” de la Trova Cubana: yo escuchaba a Silvio y a Pablo en cassettes piratas desde hacía dos años, los había descubierto a través de la revista Humor pero en la escuela nadie me había escuchado a mí.



Ni con Gladys, ni con Claudia, ni con Cristina supimos ver la cantidad de cosas que nos hermanaban desde la infancia. Pasamos años midiéndonos y los desencuentros nos ganaron.
Cada una eligió una vida distinta, desde lo personal, lo profesional, lo familiar. Distinta es enormemente distinta: tener hijos, con quién tenerlos o no tenerlos, vivir con alguien o no, trabajar, para quién y con qué sentido son parte de las cosas que nos separan.

Gladys, con una militancia envidiable se ocupó de juntar todos los teléfonos y de hacer contacto con cada una de las compañeras de la primaria cuando todavía no había redes sociales. Ella se acuerda de cosas que yo nunca hubiera retenido.
Claudia y Cristina volvieron a mi agenda con Facebook.

Podemos pasar semanas y meses sin saber de la otra. Bueno, yo de ellas, que son muy reservadas en las redes sociales. Lo cierto es que las tres tienen un radar para saber qué decir y cuándo, incluso cuando no nos tenemos a la vista. Nos admiramos y creo que nunca nos lo dijimos. Sabemos tener las lenguas más filosas y largas y las palabras más amorosas. No me imagino tomando una decisión importante sin consultarlas. No me imagino tener una angustia o una duda y no compartirla con ellas. No me imagino tener una alegría y que ellas no se enteren.

Construimos –y no sé cómo ni cuándo- una complicidad y un entendimiento tan profundo como sólo pueden hacer aquellos que no juzgan al diferente sino que intentan calzar sus zapatos y mirar el mundo desde ahí. Sus palabras se construyen desde lo que ellas sienten y son pero siempre en foco con lo que la otra siente y es.
Necesitamos crecer para vernos en la coincidencia. Crecer de madurar, no de cumplir años.
Es cierto que no hay otra oportunidad para una primera impresión. Y es cierto que las primeras impresiones pueden cerrarnos oportunidades. 
No voy a discutir eso de que “todo encuentro es un reencuentro”. Qué sé yo si es verdad. Lo que sé es que con Gladys, Claudia y Cristina dimos vuelta esa frase: el reencuentro fue un encuentro. Y a mí me llena de felicidad. 

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