domingo, 29 de diciembre de 2013

El lunes empiezo

Salvo la escuela, nunca empecé un lunes las cosas importantes. Ni los trabajos, ni la facultad, ni los cambios en el entrenamiento, ni las parejas... ni ninguna otra cosa que pudiera resultar importante en la vida de alguien. 

"El lunes empiezo" me resulta desconocido y hasta peligroso. Toda la gente que conozco que se propone empezar algo un lunes, fracasa y con ruido. 
También es raro empezar un plan a largo plazo en diciembre. Y más raro hacerlo un 30 de diciembre. 

Ayer salí del gimnasio que va a cobijar mi última etapa de rehabilitación diciendo "No hay motivo para seguir retrasando el plan. El lunes empiezo." Me dio un poco de vértigo reconocer que el día elegido era lunes, y el último día hábil del año. Una mezcla rara. 

"Cuando ganes la calle no vas a querer volver a entrar en un gimnasio", me dijo Cristian, mi primer gran entrenador. Un un tipo que sabía y al que comprendí años más tarde, cuando gané la calle. Ahora tengo que volver al encierro del gimnasio, que es mejor que quedarme en el encierro de no entrenar.
Propiocepción, carga controlada, spinning, pileta. Nada de impacto. Cinta prohibida. 

Igual, el esfuerzo físico es algo que mi cuerpo ya conoce. Me preocupa poco. El lunes empieza el esfuerzo de adaptarse a un nuevo lugar, de hacer lo mío en un espacio con reglas propias y en donde hay que convivir con otra gente. 

El lunes vuelvo a un vestuario en tiempos de colonia de vacaciones y de cortes de luz.

El lunes conozco a un profe -en el mejor de los casos, profe- cansado de todo el año de trabajo o suplente, nuevo como una y deseo que entienda de qué va la cosa y no diga -muchas- pelotudeces ni ponga trabas imbéciles como que tengo que ir en el horario en el que él trabaja. 

El lunes vuelvo a spinning y deseo que el profe no sea un analfabestia musical y que por sobre todas las cosas, no grite. Parece que en la acreditación de Spinning es un prerrequisito: si no gritás como un enfermo no pasás. 

El martes vuelvo a la pileta. No es que no quiera volver el lunes, es que también tengo Pilates y el día se termina. 
La pileta fue mi amor y mi espacio de entrenamiento hasta los veintipico. No querer seguir entrenando entre niños, la complicación de trasladarse, el bolso con ropa mojada, el costo, pero por sobre todas las cosas, el cloro en el pelo, desgastaron la pareja. Hoy me toca volver y me pregunto cómo será ese reencuentro con el agua, con el vestuario, con el guardavidas -qué tipo poco afecto al trabajo que es el bañero, eh-. 
"¿Y por qué no vas a querer quedarte en pileta después de los tres meses de abono?", me dijo el del gimnasio. Un hijo de puta desestabilizador terrorista emocional. Un tipo peligroso, sin duda. Me voy a ocupar de no volver a cruzarlo.

El bolso ya está listo. Hace 15 días el bolso espera el momento de volver. ¿Cuánto esperé yo? Más. Bastante más. 




miércoles, 25 de diciembre de 2013

Superhéroe de Venecia


A veces esperábamos que bajase el sol y a veces después de la cena, bañadas, vestidas y peinadas, caminábamos una cuadra y un poquito hasta Venecia

No sé si había ticket ni registradora pero estoy segura de que nadie pagaba antes de pedir. El heladero era un vecino y no compartíamos colegio con sus hijos mellizos sólo porque las escuelas eran de mujeres o de varones. Me acuerdo de su esposa, de pelo lacio y negro: la familia entera hacía helado. 

De la lista de gustos nos leían tres o cuatro, así que los míos eran chocolate y frutilla, el chocolate abajo. Nuestro heladero ponía igual cantidad de los dos gustos y eso era muy importante. 

Cogoteábamos, pero no alcanzaba. Entonces, poníamos los pies en punta y nos estirábamos ayudándonos con las manos sobre el mostrador blanco, pero ni así. Faltaba mucho para llegar a ver las tapas redondas de metal que el heladero deslizaba en vez de apoyar. El ruido de esas tapas patinando sobre la mesada era fascinante. El "cuando seas grande" también se medía cada diciembre según cuánto mejor llegábamos al altísimo mostrador de la heladería. 

Conocí mi gusto preferido cuando estuve dispuesta a leer toda la lista. Descarté frutas poco nobles para hacer helado, como la naranja, y gustos sin referente como el sambayón y la crema rusa, el preferido de mi abuelo. Quemé la cabeza del heladero preguntando una y otra vez por toda la lista de los chocolates y me quedé con el turco. Nunca probé un chocolate turco como el de Venecia, de Artigas y Franco, -sí hablo de la Prehistoria de Villa Pueyrredón-, lleno de higos, pasas y nueces. Ni siquiera Monte Olivia, ni siquiera La Grotta Azzurra tuvieron algo tan sublime, y eso que las pasas eran borrachas.  

"Déle en un vaso grande menos cantidad", decía mi madre, para evitar el chorreado y pegoteo. Así, dependiendo de la pericia del ayudante del heladero, muchas veces el helado era más grande. 
En días especiales podíamos pedirlo bañado en chocolate, pero a mí no me gustaba mucho. 
A medida que íbamos recibiendo el vaso con cucharita plástica (yo rogaba que no me tocara una de las que que no combinaban con el color del helado, porfavorporfavorporfavor) nos íbamos sentando en los bancos largos que rodeaban por dentro el local. Si hacía mucho calor, los bancos estaban en la vereda.

Era raro tomar helado en casa. Para tres nenas atolondradas caminar y cuidar que no se derritiera era mucho pedir, así que los bancos de madera eran la balsa que iba a impedir el ahogo en una sopa fría color rosa y un reto por la ropa manchada.
El rito terminaba tirando los restos en el tacho -a mí no me gustaba el vasito-, chupándonos las manos -siempre algo se escurría- y colgándonos del bebedero, que despedía agua heladísima. Si la cucharita era linda yo me la guardaba.

Ir a tomar un helado era una salida. El heladero era un señor que sonreía, un mago que sabía armar una torre perfecta y deliciosa, un superhéroe que sin dudar abría la tapa correcta, la del gusto que habíamos pedido. 
Las heladerías abrían en diciembre y cerraban en marzo, así que decir helado era decir vacaciones, premio por haber pasado de grado, club, pileta, Miramar.  

Fuimos grandes cuando llegó el delivery y develamos el secreto del superhéroe. 
Hoy el helado es de gustos raros, incluye golosinas partidas, marcas de otros productos, ingredientes industriales y se pide por kilo en cadenas que emplean a pibes que hoy sirven y distribuyen helados y mañana vaya a saber. 
Hace rato que alcanzo el mostrador sin estirarme y veo toda la mesada, tanto que pude descubrir el secreto del superhéroe. Y extraño caminar esa cuadra y un poquito sólo para pedir un vaso mediano de chocolate turco y limón.  El heladero de Venecia, el que está detrás de esos bigotazos entrecanos sabe que el chocolate va abajo porque es para mí. 

lunes, 25 de noviembre de 2013

¿Gratis? Ni por el running.

Soy de las que agradecen cuando pasa algo que hace saltar lo injusto. Y pasó algo que me lleva a abrir el vestuario de este club en el que muchos se esfuerzan para que unos pocos disfruten.

Resulta que hace unos días alguien decidió ampliar su empresa y para eso contrató profesionales.
Y resulta que alguien –uno entre varios empresarios vinculados al running- hizo público su enojo por eso. “NOS quitan NUESTROS profesionales”,escribió.
A ese señor -a quien no conozco- le digo “GRACIAS”. Me dio el empujón que necesitaba para salir del vestuario y decir esto.

Quien practica un deporte por más de 10 horas semanales suele tener muchas otras horas dedicadas a algo que no quiere tanto como a su deporte. Es alguien que sueña con unir su trabajo a su pasión deportiva.

La mayor parte de los corredores viven de su profesión; en mi vida como corredora amateur me encontré con compañeros que tienen todo tipo de actividades laborales: médicos, abogados, conductores de trenes, comerciantes, periodistas, ingenieros, financistas, panaderos, administrativos, recepcionistas…

Algunos de los que sueñan con vivir vinculados al deporte deciden pegar un salto y sumar horas de pasión. Y para eso hay dos caminos: o se insertan en una empresa vinculada al running, o arman la propia.

El señor que piensa que le robaron SUS profesionales es de los que eligieron armar su empresa. Y como la mayor parte de las empresas que difunden contenidos de running, NO PAGA A LA GENTE QUE TRABAJA PARA ÉL. O sea, se sostienen en gente que trabaja porque le gusta, le da visibilidad, le permite hacer contactos, acreditarse como “prensa” y no pagar alguna carrera –alguna para la que NO TENGA QUE TRABAJAR SIN COBRAR-  y llevarse algún producto de sponsors que el Señor Empresario decida darle. (Y no hablo del uso de equipos, materiales de trabajo y sus respectivos seguros porque no sé cómo arreglan ese tema.)

Este señor representa a algunos empresarios que hacen su negocio a costa del deseo y la necesidad de otros, otros que piensan que en algún momento se les “va a dar” y van a poder “pegar el salto”.
Son empresarios que buscan una ganancia personal para pagar sus cuentas, correr y viajar a carreras que se hacen a muchos km.
Son ellos los que se benefician de los contratos con marcas de ropa deportiva, organizadores de carreras, empresas de suplementos nutricionales, de accesorios, con profesionales, con coordinadores de running teams, en fin, de todo lo que hace a la vida deportiva del corredor. Es simple de verificar: sus webs, sus programas radiales y sus vidas se llenan con los avisos y contenidos de esas marcas, varias de ellas multinacionales.

Es gente que no sabe escribir, ni editar, ni programar ni diseñar pero hace periodismo digital, es gente que no tiene idea de qué es la radio pero hace radio. Y lo hacen mal, muy mal, porque para hacerlo bien se requiere trabajo profesional que ellos no reconocen ni pagan, aún teniendo sponsors importantes. Podrían tatuarse el "no tenemos presupuesto" y "lo hacemos a pulmón" porque es lo que usan para justificar lo injustificable. Son cooperativistas en las pérdidas y capitalistas en las ganancias. Apelan al "todos ponen" y tienen la perinola arreglada para sacar "toma todo".
Pasar por una de esas webs cuando se es profesional de los medios garantiza perder las córneas, escuchar uno de esos programas de radio hace sangrar los oídos. Pero los sponsors pagan y el runner cae por ahí, en algunos más, en otros menos.

Es gente que se pelea en redes sociales por lo que llaman “primicia”, un dato de dudoso valor en pleno S XXI. No saben administrar lo que no cuesta plata: ven al de al lado como enemigo, no saben generar sinergia. Se difunden sólo a ellos mismos. Desconocen cómo generar contenido y no están dispuestos a pagar por él.  Piden a profesionales que trabajen sin cobrar y se desorientan cuando alguno contesta que no.

Naturalizaron que es correcto trabajar sin cobrar y sin ningún tipo de cobertura y están tan creídos de que eso que hacen está bien, que cuando uno de ellos decide contratar, pagar por el trabajo y tratar a su equipo como un conjunto de seres humanos, reclaman públicamente enojándose con el que hace las cosas bien.

¿NUESTROS profesionales? No, corazón. Si les hubieras pagado una maestría y hubiera un contrato de por medio, conversémoslo. Si los hacés levantar a las 5 am cada domingo para cubrir eventos con SUS equipos, publicar el laburo DE ELLOS con TU marca de agua y no pagarles, no son TUS PROFESIONALES. SON TUS ESCLAVOS.

Celebro que alguien –a quien tampoco conozco más que de nombre, ni sé su apellido- haya entrado al vestuario para proponer otras reglas de juego. Y que haya jugadores que quieran ser parte de un equipo que los reconoce como trabajadores y no como objetos. El periodismo ya está bastante podrido desde las bases de las empresas periodísticas tradicionales como para tener que recibir neoempresarios que empiojan todavía más el mercado. 

Ah. A vos, que trabajás sin cobrar esperando una oportunidad, enteráte de algo: esa oportunidad llega NUNCA. Atrás de alguien que se cansa de trabajar gratis llega otro que ocupa el lugar en las mismas condiciones.
Si no sos periodista y ocupás sin cobrar el lugar de un periodista (o diseñador, o programador, o fotógrafo, o …) –además de hacer algo MAL- estás quitando una fuente de trabajo. ¿Qué? ¿Qué no es una fuente de trabajo porque el fulano igual no pagaría a otro? Bueno. ¿Le vas a ir a buscar el pasaporte al tipo que se va a ir a correr a la China quedándote SIEMPRE para atender el teléfono por NADA? Ok. Es tu elección.


miércoles, 20 de noviembre de 2013

Día 100

Mira las placas a contraluz y grita “¡Estás curada!”, con el entusiasmo de quien sabe cuánto me importa.  “¡Sacáte esa bota horrible, ya está!”
Lo miro incrédula, con miedo de ¿y ahora?
Lo lleno de preguntas y le cuento cómo apreté al técnico para que hiciera bien el informe. Nos reímos.
“No trajiste dos zapatillas? Acá vienen a amenazarme con las dos zapatillas para que les saque las botas.” 
Y,  no. Al final parece que no era tan brava.

Cuando me saquen la bota” quizás haya sido la frase más repetida en estos últimos tres meses. Porque repito cuando hablo pero también cuando escribo, cuando chateo, cuando pienso, cuando proyecto, cuando sueño, cuando deseo… Esa fuga hacia adelante despeja la angustia, marca que ese dolor de llorar y ese límite no duran para siempre, que una tarde vuelven las dos zapatillas, el caminar seguro y volver a correr.

Bajo 17 pisos y se me agolpan todas esas cosas pendientes para “cuando me saquen la bota”. Camino sabiendo que es el último esfuerzo. Porque caminar con una bota Walker, por más que sea corta, por más que la lleve como una princesa, es un gran esfuerzo. Porque las pendientes, las veredas llenas de obstáculos y huecos, los adoquines, los agujeros, la basura, la gente que lleva la vida como la llevan los hijos únicos, los venenitos, las flores de jacarandá y mil cosas más requieren esfuerzo.
Porque el desnivel del cuerpo, porque el dolor, porque encontrar la ropa, requiere esfuerzo.
Porque parar, no avanzar, esperar, andar lento, hacerse respetar, pedir ayuda, aceptarla, a alguien como yo le requiere MUCHO esfuerzo.
Porque bajar al subte, trabajar desde casa, ir a kinesiología, no subir de peso –y bajar- requiere esfuerzo.
Porque ir de la cama al sillón, enredarse un pie en una bolsa de hielo por días enteros, resignarse a no cortar el viento frío por los caminos del parque requiere esfuerzo.
Porque postergar otro año cruzar la meta de la media maratón requiere esfuerzo. Mucho, mucho esfuerzo. Mucho más que entrenar para pasar el arco.

Camino entre la gente pero no estoy. La cabeza se me va en 100 gracias. 100 gracias, una por día de fractura.
100 gracias desordenadas que no puedo acomodar.

Gracias a Nancy, que fue mi liebre los últimos 2k sin que supiéramos que estaba quebrada, que me animó a ese sprint final y que estuvo conmigo todos y cada uno de estos 100 días en casi todo, desde ir a la dietética por los suplementos hasta volar la cabeza por proyectos. Su paciencia, su respeto y su buen humor son infinitos.

Gracias al equipo profesional: a Pablo, médico; a Emi, kinesióloga; a los Diegos: Santoro, entrenador y Sívori, nutricionista. Y a todo el plantel de de Fisiosport y de diagnóstico por imágenes y medicina nuclear del IADT, ordenanzas y recepcionistas, por el respeto, el cuidado y el cariño.  Cuando una la pasa mal encontrar una sonrisa y un buen deseo es tan importante como el diagnóstico acertado.  Gracias a las profes de Pilates, que llegan al final para tomar la posta.

Gracias a los amigos. A Pau que dejó su hora de almuerzo un jueves de lluvia para traerme las muletas; a Caro que estuvo del otro lado del quirófano y pendiente; a Cris, que me mostró cómo todas mis fotos y mis miradas estaban desde hacía mucho puestas sobre los pies; a Ita, que me abrazó a la distancia y me ayudó a pensar en los “para qué”; a Male, a la que quemé la cabeza pensando que lo más grave era lo anterior;a Nati, por ese día en la radio, por ese abrazo y por todo lo que yo no sé describir pero ella entiende; a todos y cada uno de los que preguntaron, se ofrecieron, alentaron.

Gracias a los runners que entendieron con el alma el sufrimiento. Porque cuando una se rompe un hueso duele, pero duele más resignar los objetivos.  Gracias a Santiago, que estuvo atajando mis lágrimas antes de que estrellaran porque supo adivinarlas y todavía no sé cómo. Gracias Martín por ese cartel con el que no pudiste recibirme. Gracias Damián, Mariano, Nati, Nancy, Pablo, Caro, Caro, Rodrigo.

Gracias a ese colectivo de deportistas en rehabilitación –y a Isra, y a Daysy- que me hicieron reír y con los que nos acompañamos en la abstinencia de eso que sabemos disfrutar. Nos debemos el viaje de egresados.

Gracias a ese montón de personas recuperadas del pasado, esas otras a las que nunca vi –o sí- y son parte de mi mundo a través de las redes sociales. Gracias Silvi, Gladys, Leti, Eri, Sil, Moni, Seba, Marce, Romi, Caro, Anita, Diego, Paula, Federico, Matías, Mariana (s), Sole, Luciano, Javi, Pablo,  Ricardo, Pedro, Cori, Fefi, Vale, Vani, y tantos de los que no sé el nombre porque usan un nick.

Gracias a todos aquellos que estuvieron y que yo ahora no recuerdo, porque fueron cientos y es un papelón no recordar, pero en mi descargo puedo decir que agradecí a cada uno en el momento.

Gracias a mis jefas, que hicieron malabares y que seguro no van a leer esto pero ya saben que es un orgullo trabajar con ellas por su calidad humana y profesional. Y al team del Programa, claro.

Gracias a los que me cambiaron de tema, porque la vida seguía y la cabeza necesitaba respirar y gracias a los que me abrazaron, me mimaron, me hicieron reír, me llevaron a pasear y me entendieron cuando otros temas agrandaron la incomodidad y la angustia.

Como quien deja una batería enchufada, anduve 100 días cargando futuro en los pies.
Llega un tiempo raro. No me acuerdo cómo era ponerme un jean, una pollera, caminar con los dos pies a la misma altura. Tengo miedo de las veredas desparejas, las escaleras del subte, las frenadas del 39. Voy a tener que aprender. Despacito. Despacito es lo más difícil. “Vos siempre te pasás”, me dice Pablo. Y tiene razón.

Hace un tiempo me crucé con un expaciente. “Yo me acuerdo de vos como una mina que corría todo el día para, a la noche, poder ir a correr”, me dijo. Y, sí. Sigo siendo.
Extrañaba correr todo el día cuando me quedé sin la noche para ir a correr. Esta fractura terminó pausar por completo mi esencia pero yo soy esa. Un poco más fuerte, un poco más paciente, un poco más resistente, un poco más conciente. Esa misma que adora y extraña la pasión de correr en el día y salir a cortar el viento a la noche.

Falta menos. Ya falta menos.

jueves, 14 de noviembre de 2013

El juego de creer

Ayer me quedó un bache de dos horas entre tomografía y kinesióloga. 
Dos horas, una avenida con las principales marcas de ropa deportiva y día de descuentos. 

Mi lugar preferido para comprar calzas tenía una con bolsillos, strass en las pantorrillas, reflectantes y los logos en magenta. Me enamoré bastante, pero bueno, lo de los amores únicos es muy S XIX. 
Este amor único duró hasta que, en el perchero más cercano a la puerta, encontré una bastante más discreta y minimalista. Y más cara. 
-¿Por qué?
-Porque la tecnología de la sarasa recontrasarasa de no sé qué, que trabaja con el calor del cuerpo, bsbsbsbss y ANTICELULITIS-, explica la vendedora, que entró al mundo deportivo hace 15 minutos directo de un casting de baile de programa de cumbia.

Y sí, ahí los brillitos pinchaban y los reflectantes no parecían seguros y 10 cosas más para justificar este nuevo amor. Porque si algo está claro es que el amor es mentiroso, el amor es un dibujo y al objeto de amor no se le cuestionan cosas. 
Enamorarse requiere creer. Y antiage, anticelulitis, los Reyes Magos, todo eso es objeto de religión. El que no cree, que se corra y chitolaboca. ¿O vos le dijiste a alguien "ES MENTIRA" cuando te habló del Espíritu Santo, la virgencita del Choroto o de Papá Noel? Bueno, ahí tenés.

Todos empezábamos las clases con un objeto fetiche, un amuleto de la suerte para que el año fuera bueno. Un lápiz, un cuaderno, un cosito adentro de la cartuchera. Algo. Cerrá los ojos y pensá: seguro vas a ver los tuyos.
Entre corredores nos deseamos éxito, "porque la suerte es para los que no hicieron las cosas bien". Pero a veces hacer las cosas bien no alcanza y una se fractura. Sí, sí. Una va corriendo y de repente y sin explicación aparece un dolor horrible que una no reconoce así que sigue corriendo. Sin golpes, sin caídas, sin explicación: fractura. 

-Basta. Fue un accidente-, concluyó el médico, después de buscar culpables por todos los rincones. 

Ajá. Entonces hay que hacer las cosas bien y tener suerte. 
Pensar en los objetos fetiches es un lindo juego. Le pone un toque de magia a tanta racionalidad adulta. 
Caminaba a kinesiología con la bolsa de la calza y dos tomografías mientras mi amiga retiraba las nuevas remeras del team -AMARILLAS,  porque el horror se hace inevitable a veces- imaginando un tramo de mi vuelta a las carreras.  Se me iban los pies. En sueños corro, en la vida la bota no me deja. La vida a veces nos cuida de los sueños peligrosos poniéndonos una bota dura, pienso. 
Repaso desordenado. La calza nueva, negra, gris y con reflectantes; la remera amarilla, con negro y rojo; las zapatillas... ¿qué zapatillas? ¿Cómo combino todo eso sin parecer un taxi?

Bien. Necesito zapatillas fetiches. Después de todo, lo que se me rompió fue el pie. 
Cuando me saquen la bota me voy a buscar un amuleto potente para mis pies. Y quien quiera creer, que crea.


jueves, 31 de octubre de 2013

Llevemos la risa


Los tíos muy mayores eran la excusa para preferirnos lejos. Igual, hoy, a la distancia, pienso que nuestros padres también querían un rato de paz y charla entre adultos. Los entiendo, claro, cómo no. A veces creo que si hubieran podido dejarnos en otro país por una temporada nos hubieran armado "la mesa de los chicos" en China.

Sin la mirada de los grandes encima podíamos hacer chanchadas con la comida, con la bebida, con lo que estuviera a mano. Y con el lenguaje: en ninguna de nuestras casas podía decirse ni "tonto" a un hermano sin recibir un reto. 
Éramos no menos de diez primos, las mujeres al comando. Quizás fuera porque éramos más grandes, aunque lo dudo. 
No sé qué se festejaba ese día en la casa de mi tía abuela. Creo que hacía frío porque varias veces nos dijeron que no anduviéramos abriendo y cerrando puertas. 
Nos habían armado la mesa en la cocina, un ambiente gigante con una puerta que daba al lavadero y otra al patio semicubierto por la parra de uva chinche, como todos los ambientes de esa casa chorizo del conurbano. 

Los grandes tenían un espacio formal en el comedor, un ambiente cerrado y oscuro. Habían sacado la tabla interna de la mesa para agrandarla y habían puesto mantel. Juntaron todas las sillas para ellos y a los chicos nos dejaron los banquitos. Y seguro mis tíos trajeron bancos y sillas de su casa en la renoleta, no porque lo recuerde sino porque siempre lo hacían.

Se ve que los grandes estaban hablando de temas de grandes, o mejor dicho, de temas que los chicos no podíamos escuchar. Cerraron la puerta pero no porque los molestáramos sino para que no fuéramos parte. Nos dejaron solos, en una casa de adultos mayores -sin juguetes- y es sabido que las sobremesas y los chicos no combinan.

Al final de los 70 todavía las gaseosas eran un producto de lujo. Eran caras pero también eran un cuco "que te llena la panza y no te alimenta y después no comés la comida y, y,..."
Para algunos de nosotros la combinación de motivos era letal: la plata no sobraba y no éramos muy afectos a comer, menos a comer como pretendía una madre judía. La hora de la comida era agotadora para todos. 

Ese mediodía no recuerdo si teníamos dos botellas para todos, quizás tres. Y era coca de litro, en botella de vidrio. Litro es un litro, no como las que se conocen ahora que pueden llegar a tres. Existía la botellita del restaurant y la de litro. Ni lata, ni plástico ni tamaños intermedios.

Por esos tiempos se  podía reconocer a un hijo único por su actitud frente a la botella de coca. Los que teníamos hermanos sabíamos que se ponían todos los vasos alineados y un grande -o a falta de un grande, el que nos diera mayor garantía de justicia- servía en todos a la misma altura. El resto quedaba con los ojos pegados a los vasos, controlando el procedimiento. Y así quedara un dedo de contenido, SIEMPRE se repartía así. El hijo único se servía solo y cuando estaba en grupo, en el acto era linchado por el resto. 
La cuestión es que habíamos terminado de almorzar, no quedaba más coca, nos habían retado varias veces por querer entrar al comedor de los grandes y no encontrábamos qué hacer.

-¡Fabriquemos coca para los grandes!- se le ocurrió a alguna de nuestras mentes brillantes. Éramos chicos acostumbrados a tocar bichos, tierra, plantas. Algunos tenían huerta en la casa, todos teníamos perro, pollítos, tortugas y mascotas varias. Alergias, cortes, hemorragias, prohibición de tocar cierta planta o ciertos insectos: todos ya teníamos entrada en alguna guardia por haber toqueteado de más. Uno -que no voy a nombrar- había llegado a descabezar una tortuga para averiguar cómo funcionaba.

Lo que venía era bastante simple. No me acuerdo con qué sacamos tierra de una de las macetas del patio y menos que menos cómo logramos meterla por ese cuello delgadísimo de vidrio adentro de una botella vacía. Cuando tuvimos un tantito de tierra, una de nosotras fue hasta la canilla de la cocina. Se estiró, la abrió, y llenó un cuarto con agua. Todos festejamos. 
¿Y ahora? Yo sentía que el juego había terminado, pero no.

La más osada decidió volver al comedor de los grandes a ofrecerles "la coca que nos sobró y les guardamos para ustedes". No, tampoco voy a nombrarla. Hoy es una respetable madre de familia. Y además, lo que pasa en la infancia, queda en la infancia.

Ella pasó al comedor y los que pudimos nos quedamos cogoteando desde la puerta. 
Ya teníamos edad como para saber que cuando los grandes tomaban parte en los juegos de los chicos, simulaban. Ponían azúcar de mentira en la tacita, revolvían y tomaban un té imaginario. 
El corazón nos latía rápido pero por el reto que se venía: habíamos hecho una chanchada, habíamos tocado la tierra, porque ahora había que lavar el envase antes de devolverlo y un poco porque sí. Retarnos era parte del folclore familiar: todos recibimos retos por las dudas o como anticipo.  
Nuestra prima entró, hizo la escena. Una de las tías, la más rota, la que no escuchaba y conectaba menos, esa que siempre nos pareció de 90 y pico, se puso contenta y aceptó. Creo que hasta se le movieron los dientes, y nos aguantamos la risa. 
Nos dimos cuenta de que no era un juego cuando tomó del vaso de coca apócrifa. Nuestras miradas se cruzaron, mitad por miedo y mitad por complicidad. Su hija nunca había sido parte de la mesa de los chicos, a todos ellos los conocimos grandes. No nos leía, no nos cantaba, no se reía. Si nos regalaba algo eran pañuelos, nunca olía rico ni hacía comida que nos gustara. No era una tía querida, como muchas veces no lo son los adultos mayores que no saben ser agradables con los niños porque ya se cansaron. 

Se armó, claro que se armó. La tía dueña de casa se dio cuenta, empezó a gritar y ahí saltaron todos nuestros padres, que estaban en otra cosa.

No recuerdo más detalles. Sé que fuimos las nenas, y de las nenas, las cuatro más grandes. Y sé que los gritos -no sé si hubo paliza- fueron para la más activa, la hoy respetable madre de familia. 
Sigo escuchando los "¡qué inmunda sos!" y los "¡no seas inmunda!" fuerte y claro y con mucha risa. 
No sé. A veces pienso que la risa y la complicidad es un megavalor para llevarnos de la infancia. 




miércoles, 16 de octubre de 2013

Bruno, Pedro, Pablo: la lista del anonimato


Por esos tiempos en la Facultad se renovaban las luchas de poder. La salida de la Dictadura permitía volver a los docentes proscriptos, se producían concursos, se implementaban nuevas ideas, se construían equipos. Mientras algunos vivíamos en primavera otros luchaban a los codazos. 
Sin espacios de importancia en el Ministerio, ni en la Universidad, ni en la Facultad, a algunos profesores sólo les quedaba hacerse importantes frente a los estudiantes. 

Este hombre tenía tan pocas artes para hacerse atractivo como para la enseñanza. Su materia estaba en el último codo de la carrera, por lo que tomaba a estudiantes experimentados, en su mayoría docentes. 
Quizás haya sido la materia menos interesante del plan de estudios. En descargo puedo decir que el contenido en sí es poco interesante para mentes no burocráticas. Este pobre hombre tenía todo perdido antes de empezar. 

Él quería ser el Ministro, nosotros queríamos irnos al cine, a cenar, a otro lado. Nadie quería estar ahí. 
Esto hizo que el profesor pusiera como requisito de promoción de la materia la asistencia obligatoria a las clases teóricas.
El horario, el aburrimiento, el hecho de que fuéramos amplísima mayoría de mujeres -no había chicos lindos por mirar-, la obligatoriedad como motor de asistencia nos llevó a crear lazos de solidaridad, resistencia y complicidad. 
Fuimos tomando confianza. En el frente y para los de adelante había un plano de acción. Desde la mitad y hacia el fondo se desarrollaban actividades paralelas.

Entre nosotros había un acuerdo hablado entre risas y dientes: sólo los bobos -las bobas- se sentaban en las dos primeras filas. La resistencia se sentaba de la fila 3 para atrás. "No traje paraguas" era la frase en clave. Es tan en clave que, como esta es una historia real, tiene que quedar en clave. 

El aula 108 -el Aula Magna- quedaba gigante para los más o menos 60 que empezábamos la clase a las 21. Sobre todo porque nos desparramábamos prefiriendo los asientos del fondo. 
-Acérquense, acérquense-, pedía el docente en cada inicio de clase. Alguno se paraba por pena o vergüenza -o porque había tenido la desgracia de cruzar la mirada con el profesor en el momento inadecuado-, pero la mayoría quedaba removiendo la cola en la silla, acomodando papeles o haciendo cualquier cosa que evitara levantar la vista. 

Todas las horas tienen la misma cantidad de minutos pero algunas parecen pasar con una lentitud infinita. Entonces, había que inventar qué hacer. Los más audaces leían para otra materia y las más audaces planificaban, corregían trabajos de sus alumnos de Primaria o recortaban tarjetitas para sus niños del Jardín. 
También jugábamos. Uno de los juegos consistía en anotar las palabras que el profesor usaba con frecuencia y tildar cuántas veces las había usado por clase. Ese juego quedaba para los que sabíamos que persistiríamos hasta las 23. 
En cambio, el juego de los más arriesgados -los más envidiados- era irse. Claro que irse no era simplemente tomar las cosas y salir: para eso no tenía sentido haber ido. En algún momento hubo fricciones por este juego: pensábamos que si se hacía masivo se tornaba peligroso. 
Para irse sin perder el presente había que usar una logística particular. Primero, había que tener todo guardado y dejar a mano sólo cuaderno y lapicera. Cada tanto había que anotar algo, como para hacerlo verosímil pero el verdadero foco de atención estaba en el movimiento del docente: cada vez que el profesor se diera vuelta para escribir en el pizarrón, un par se levantaban y cambiaban de asiento, acercándose a la puerta. El golpe maestro era dar los últimos pasos, esos que dejaban al audaz cerrando la puerta desde afuera. 

La clave de todo este despropósito era tener la firma en la lista de presentes, cumplir con el porcentaje de asistencia mínima y tener el pasaporte a la materia aprobada sin pasar por el examen final. 
O sea, la protagonista de la clase era esa hoja de cuaderno Arte en la que alguien ponía fecha, nombre de la materia, su nombre y su firma y la hacía circular. La hoja y el anonimato. 

Los más prolijos -miedosos, para qué mentir- íbamos a todas las clases; algunos se organizaban para ir alternadamente y firmar el presente por dos o tres. 

Necesitábamos no sobresalir. Si uno se hacía conocido, perdíamos todos. No sólo asumía su propio nombre sino -fundamentalmente- no podía asumir el nombre de otro. A nadie le interesaba trabajar en el área, nadie quería ser parte del semillero que sí se estaba armando con fuerza  en otras materias así que esto no era un problema. 

Un día alguien puso "Bruno Díaz" en la lista. Pasó. 
A la semana siguiente se sumaron Pablo Mármol, Pedro Picapiedra y una larga lista de personajes de historieta. 
Fue imparable. 
A la lista de presentes que a simple vista era injustificable -en ese aula no había 80, 100 personas físicas- se sumaba una lista de nombres que empezaron incluyéndose como un chiste y terminaron siendo una burla flagrante.  

No podíamos creer que nadie reaccionara. Que el profesor no tomara la hoja de asistencia en medio de la clase y simplemente tomara lista. No queríamos que pasase pero no entendíamos cómo no pasaba. 

A la distancia yo entendí: ya no estábamos en Dictadura. En toda esa puesta en escena, poner un límite al grupo requería asumir el desinterés por la docencia, lo mal dado que estaba el contenido, la desidia de las prácticas de enseñanza, las ganas de estar en otro lado. Nosotros y él sabíamos de la arbitrariedad que implicaba tener que asistir a las clases.  
Él sabía que si liberaba la obligatoriedad no iba nadie y ya no sólo no lo elegían sus colegas para cargos colegiados sino que perdía el último grupo sobre el que tenía poder: los estudiantes. 
Nosotros queríamos la libreta firmada, él quería terminar con la pesadilla que le recordaba que no era Ministro. 
La lista de nombres era la garantía para preservar el anonimato. Entonces, mejor que todo quedara en la hoja. 

martes, 6 de agosto de 2013

Abuelas, nietos, infancias

Mi abuela murió el 18 de abril de 1976. 
Murió por mala praxis en el Hospital Tornú. 

Murió unos días antes de mi cumpleaños. Sabía lo que quería fuertefuerte y se ocupó desde su cama del hospital de que tuviera mi regalo con moño y todo. 
La adoraba sin saberlo. Eran épocas duras, para el país y para la familia. Ella, que la había pasado bastante peor, siempre tenía guardada una palabra pero más que nada una acción que nos sacara una sonrisa, que calmara un poco las cosas, algo que quedara guardado para más adelante porque ahora era incomprensible. O inexplicable. 
Ella sabía que los nietos no teníamos culpa ni responsabilidad tanto como sabía que teníamos derecho a disfrutar una infancia feliz. Y se ocupaba de eso. 
Cada vez que veo las arrugas de una Abuela de Plaza de Mayo recuerdo sus arrugas. Cada vez que veo la tenacidad de una Abuela de Plaza de Mayo recuerdo su lucha silenciosa. De grande entendí que callaba para protegernos y cuidar nuestra niñez. De grande supe que no era mi abuela biológica y la seguí eligiendo: quizás a ella le deba la vida, como los nietos recuperados deben el esfuerzo por construir el camino de vuelta a las Abuelas de la Plaza de Mayo.


Hoy mi abuela -la Babe- se esmeraría en la comida y a lo mejor consentiría en poner una Coca de litro en la mesa. Seguro -pero seguro, segurísimo- nos haría papas fritas y cerraría la puerta de la cocina para que no las fuéramos robando de a una.
Seguro se perfumaría con colonia y cambiaría el batón por un vestido. Se pondría aros de perla grandotes, colorete, y se pintaría los labios de rosa, o quizás de naranja clarito. 
Y seguro juntaría a los nietos para contarnos que hoy en otra mesa se festeja porque hay un nieto más. El ‪#‎Nieto109‬.

domingo, 21 de abril de 2013

El pibe corrió 10k


Ya pasaron varios miles, no quedan pelotones. 
El pibe entra solo en la última curva. 
Le quedan 150 metros.
Escucha los aplausos, cruza los ojos de lado a lado a través de los gruesísimos anteojos. Sonríe.
Despliega los brazos hacia arriba y así, estirado, puede que mida 1.50m. 
Agita las manos y pide más, y otro poco más mientras avanza en cámara lenta. 
Le faltan 50 metros. Frena. Pide más aplausos a la derecha, a la izquierda, adelante y atrás. La tribuna que se armó detrás de las vallas le responde. 
El pibe necesita una cara de medio metro para que le entre la sonrisa.
-¡Dáááááále!- le gritan desde todos los ángulos. -Metéééééééle!-
El pibe queda plantado en medio del pavimento.
Dos, tres, cuatro corredores avanzan, lo pasan, cruzan la meta. 
Él sigue parado a metros del arco de llegada sacudiendo las manos. Hace una reverencia hacia adelante y se incorpora. 
Mira maravillado.
Por detrás se acerca una corredora. -¡Vamos, vamos, dále, hay que terminar!- Lo toma del codo, suavemente. El pibe reacciona, se toma la cabeza. Pega un salto, la sigue. Cruzan el arco juntos. 

El pibe corrió su primera carrera de 10 kilómetros. 
El pibe pasó la meta. 
El pibe mañana vuelve a trabajar, a estudiar, a entrenar. Quién sabe.

jueves, 14 de marzo de 2013

La tristeza de la niña Cascabel


Para  Bianca, que  ya aprendió que el amor también duele.


Pasó toda la tarde mirando el piso hecha un ovillo en su banco, con los ojos húmedos y la mirada perdida.
La maestra hablaba pero ella no sabía de qué.
No, no se comió las galletitas de la merienda. Ni siquiera se robó el dulce de arriba para dejar la masa, como hacía a veces.
Esta tarde no se le escuchó una risa, ni una pregunta, ni un aplauso.

Sólo quería meterse en la cama y taparse hasta arriba con el acolchado de corazones rosados.

La niña Cascabel estaba triste, triste de una tristeza nueva. Las tristezas a los ocho años pesan como pesan las desilusiones inesperadas.

-Nada, nada- dijo a su mamá cuando ella le preguntó qué le pasaba.  

-Nada, nada- repitió a su mamá cuando ella volvió a preguntarle.

-¡¡¡Es que Francisco no quiso pasar conmigo el recreo!!!- estalló cuando su mamá la descubrió llorando bajo la ducha. La niña Cascabel lloraba en silencio, lloraba con hipo, lloraba lágrimas que se escurrían con la espuma del cabello. Claro que algo le pasaba. Le pasaba algo grave, que explicaba tanta tristeza.  

Su mamá le enjuagó la cabeza con más caricias que agua. Cerró la llave, trajo el toallón más lindo y la cobijó en un abrazo. Se sentaron en el banquito de maquillarse. -Bienvenida al mundo femenino del amor que duele, bonita.- Y tomó su corazón, y lo conectó con el de la niña. La niña Cascabel supo en ese momento que había una red de mujeres intensas comprendiéndola y abrazándola.

Se dejó abrazar por los brazos de su mamá, por la toalla gigante, por el camisón de ositos y finalmente, por el acolchado de corazones rosados. 

-¿Me contás un cuento?- le pidió a su mamá.

Mañana habría otros recreos. Y ya vería.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Tomá un banquito


Cuando la Iglesia esté separada del Estado perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Cuando mis aportes no mantengan el culto católico perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Cuando la vida cotidiana de los no católicos no esté cruzada por preceptos de la Iglesia perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Cuando las leyes abandonen la dependencia del catolicismo perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Cuando en las escuelas públicas no se enseñe según marca el catolicismo perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Cuando en los hospitales públicos no se tomen decisiones teñidas por el catolicismo perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Cuando en la Justicia no haya altares ni crucifijos presidiendo los espacios perderé motivos para opinar sobre la Iglesia.
Mientras el Estado subsidie escuelas católicas por no poder hacerse cargo de la educación laica opinaré sobre la Iglesia.
Mientras tanto, a quien espere mi silencio le acerco un banquito. Es como poner la otra mejilla. Bien católica la actitud.

miércoles, 30 de enero de 2013

Cuentapropistas



Uno. Dos. Y un trío. Caminan por la avenida y se meten en la curva, ahí donde se abre una callecita que entra en el parque. Es día laborable, casi mediodía. No hay marcas ni carteles, ni dudas sobre dónde doblar.

A pocos metros se ve una parrilla improvisada con ladrillos viejos y una reja sucia. En el piso, brasa, mucha brasa. Sobre los hierros, trozos de carne y chorizos en cocción avanzada. De costado un atizador, un palo, una pinza y una palita. El maestro asador, de unos 30 años y 150 kilos se seca la transpiración con el repasador que le cuelga de la cintura. Pantalones cortos, ojotas, sin remera y con un gorrito de lona, decide qué y cuándo sale lo que sale entre panes.  

Perpendicular a la parrilla hay una tabla que sobre un pedazo de hule descolorido con un salero, dos cuchillas, un rollo de papel de cocina y tres ensaladeras: una con tomate, otra con lechuga y la tercera, más chica, con una pasta aceitosa con vocación de chimichurri. Debajo de la tabla, que apoya un borde en un tronco de árbol, descansa una bolsa con varios kilos de pan.  
Un rastrojero viejo, de color naranja y con la puerta de atrás volcada encierra bebidas en bolsas con hielo. Asoman botellas de cerveza y gaseosa de tercera marca. O cuarta, según.

El microcentro es una sucursal del infierno. Los tacos de las señoras se hunden en el asfalto, las camisas de los señores se empapan desde adentro. El tránsito está tan detenido que no hay clientes.

El tipo toma por el bajo, sube bordeando el río y se mete en la avenida que parte en dos el gran parque. Avanza mientras fantasea con que esas oleadas de aire caliente se conviertan en brisa fresca. Sin dudar sale de la avenida y mete el auto en la callecita.
Estaciona, saca las llaves, abre la puerta y desde afuera saca la toalla transpirada que tapa el cubreasiento de bolitas de madera. Abre el baúl, tira la toalla adentro de una bolsa, saca otra bolsa del baúl y lo cierra.

Cruza. Espera su turno.
 –¡¡Guardáme tres, paso en media hora!!- grita un pibe desde arriba de una bicicleta en movimiento. El parrillero levanta la vista y el pulgar hacia el ciclista.
Otro intercambia gestos con alguien que está dentro del parque, cerca de una jauría de perros atados. Se lleva tres choripanes y dos cervezas de litro, perdiéndose en el bosque.

-¿Qué te doy?-
-Un chori y un vacío.- El tipo e extiende un taper que sacó de la bolsa.
-¿Sale con pan?-
-Sólo el chori, estoy a dieta.- Ambos se ríen a carcajadas. –Hacélo completo.-
El parrillero le da el taper con la carne a un joven ayudante. -Ponéle tomate y lechuga y cobrále.-
El pibe le acerca  la comida y un par de hojas del rollo de papel.
El tipo paga, saluda y camina hasta el auto. Entra, apoya el taper sobre el asiento del acompañante. Agradece que sea viernes: puede internarse en el parque con el coche.

Estaciona frente a un bosquecito. Saca del baúl una reposera, cruza y elige la zona de pasto bien verde y sombra ancha para abrirla. El baúl es una caja de sorpresas: va y viene acomodando un cajón que hace de mesita, el taper con la comida, cubiertos, el celular con auriculares, una heladerita con bebida fría y la comida de dieta que le preparó la mujer.
Entre viajes patea un preservativo usado y una tanga roja de red. Deja pasar a una chica que corre mientras la scannea. –¡Vamos, falta menos!-

Descalzo, pisa el pasto y respira hondo. Se quita la camisa y la cuelga sobre el respaldo de la reposera. Se sienta. Toma un gran trago de la botella. Una brisita se cuela entre las ramas bajas. Apoya la espalda en la reposera, cierra los ojos. Sonríe.
Se acomoda los auriculares en los oídos, elige una lista y la deja correr.

Apura el choripan y se lanza sobre el vacío. Con un poco de culpa deja un borde de pan francés. Piensa en el trabajo de oficina que abandonó hace dos años. Piensa en el microcentro caliente. Piensa en la vianda que le preparó su mujer.
-No, no me arrepiento.- Sonríe. Canturrea. Y sonríe otra vez.