miércoles, 16 de octubre de 2013

Bruno, Pedro, Pablo: la lista del anonimato


Por esos tiempos en la Facultad se renovaban las luchas de poder. La salida de la Dictadura permitía volver a los docentes proscriptos, se producían concursos, se implementaban nuevas ideas, se construían equipos. Mientras algunos vivíamos en primavera otros luchaban a los codazos. 
Sin espacios de importancia en el Ministerio, ni en la Universidad, ni en la Facultad, a algunos profesores sólo les quedaba hacerse importantes frente a los estudiantes. 

Este hombre tenía tan pocas artes para hacerse atractivo como para la enseñanza. Su materia estaba en el último codo de la carrera, por lo que tomaba a estudiantes experimentados, en su mayoría docentes. 
Quizás haya sido la materia menos interesante del plan de estudios. En descargo puedo decir que el contenido en sí es poco interesante para mentes no burocráticas. Este pobre hombre tenía todo perdido antes de empezar. 

Él quería ser el Ministro, nosotros queríamos irnos al cine, a cenar, a otro lado. Nadie quería estar ahí. 
Esto hizo que el profesor pusiera como requisito de promoción de la materia la asistencia obligatoria a las clases teóricas.
El horario, el aburrimiento, el hecho de que fuéramos amplísima mayoría de mujeres -no había chicos lindos por mirar-, la obligatoriedad como motor de asistencia nos llevó a crear lazos de solidaridad, resistencia y complicidad. 
Fuimos tomando confianza. En el frente y para los de adelante había un plano de acción. Desde la mitad y hacia el fondo se desarrollaban actividades paralelas.

Entre nosotros había un acuerdo hablado entre risas y dientes: sólo los bobos -las bobas- se sentaban en las dos primeras filas. La resistencia se sentaba de la fila 3 para atrás. "No traje paraguas" era la frase en clave. Es tan en clave que, como esta es una historia real, tiene que quedar en clave. 

El aula 108 -el Aula Magna- quedaba gigante para los más o menos 60 que empezábamos la clase a las 21. Sobre todo porque nos desparramábamos prefiriendo los asientos del fondo. 
-Acérquense, acérquense-, pedía el docente en cada inicio de clase. Alguno se paraba por pena o vergüenza -o porque había tenido la desgracia de cruzar la mirada con el profesor en el momento inadecuado-, pero la mayoría quedaba removiendo la cola en la silla, acomodando papeles o haciendo cualquier cosa que evitara levantar la vista. 

Todas las horas tienen la misma cantidad de minutos pero algunas parecen pasar con una lentitud infinita. Entonces, había que inventar qué hacer. Los más audaces leían para otra materia y las más audaces planificaban, corregían trabajos de sus alumnos de Primaria o recortaban tarjetitas para sus niños del Jardín. 
También jugábamos. Uno de los juegos consistía en anotar las palabras que el profesor usaba con frecuencia y tildar cuántas veces las había usado por clase. Ese juego quedaba para los que sabíamos que persistiríamos hasta las 23. 
En cambio, el juego de los más arriesgados -los más envidiados- era irse. Claro que irse no era simplemente tomar las cosas y salir: para eso no tenía sentido haber ido. En algún momento hubo fricciones por este juego: pensábamos que si se hacía masivo se tornaba peligroso. 
Para irse sin perder el presente había que usar una logística particular. Primero, había que tener todo guardado y dejar a mano sólo cuaderno y lapicera. Cada tanto había que anotar algo, como para hacerlo verosímil pero el verdadero foco de atención estaba en el movimiento del docente: cada vez que el profesor se diera vuelta para escribir en el pizarrón, un par se levantaban y cambiaban de asiento, acercándose a la puerta. El golpe maestro era dar los últimos pasos, esos que dejaban al audaz cerrando la puerta desde afuera. 

La clave de todo este despropósito era tener la firma en la lista de presentes, cumplir con el porcentaje de asistencia mínima y tener el pasaporte a la materia aprobada sin pasar por el examen final. 
O sea, la protagonista de la clase era esa hoja de cuaderno Arte en la que alguien ponía fecha, nombre de la materia, su nombre y su firma y la hacía circular. La hoja y el anonimato. 

Los más prolijos -miedosos, para qué mentir- íbamos a todas las clases; algunos se organizaban para ir alternadamente y firmar el presente por dos o tres. 

Necesitábamos no sobresalir. Si uno se hacía conocido, perdíamos todos. No sólo asumía su propio nombre sino -fundamentalmente- no podía asumir el nombre de otro. A nadie le interesaba trabajar en el área, nadie quería ser parte del semillero que sí se estaba armando con fuerza  en otras materias así que esto no era un problema. 

Un día alguien puso "Bruno Díaz" en la lista. Pasó. 
A la semana siguiente se sumaron Pablo Mármol, Pedro Picapiedra y una larga lista de personajes de historieta. 
Fue imparable. 
A la lista de presentes que a simple vista era injustificable -en ese aula no había 80, 100 personas físicas- se sumaba una lista de nombres que empezaron incluyéndose como un chiste y terminaron siendo una burla flagrante.  

No podíamos creer que nadie reaccionara. Que el profesor no tomara la hoja de asistencia en medio de la clase y simplemente tomara lista. No queríamos que pasase pero no entendíamos cómo no pasaba. 

A la distancia yo entendí: ya no estábamos en Dictadura. En toda esa puesta en escena, poner un límite al grupo requería asumir el desinterés por la docencia, lo mal dado que estaba el contenido, la desidia de las prácticas de enseñanza, las ganas de estar en otro lado. Nosotros y él sabíamos de la arbitrariedad que implicaba tener que asistir a las clases.  
Él sabía que si liberaba la obligatoriedad no iba nadie y ya no sólo no lo elegían sus colegas para cargos colegiados sino que perdía el último grupo sobre el que tenía poder: los estudiantes. 
Nosotros queríamos la libreta firmada, él quería terminar con la pesadilla que le recordaba que no era Ministro. 
La lista de nombres era la garantía para preservar el anonimato. Entonces, mejor que todo quedara en la hoja. 

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