miércoles, 25 de diciembre de 2013

Superhéroe de Venecia


A veces esperábamos que bajase el sol y a veces después de la cena, bañadas, vestidas y peinadas, caminábamos una cuadra y un poquito hasta Venecia

No sé si había ticket ni registradora pero estoy segura de que nadie pagaba antes de pedir. El heladero era un vecino y no compartíamos colegio con sus hijos mellizos sólo porque las escuelas eran de mujeres o de varones. Me acuerdo de su esposa, de pelo lacio y negro: la familia entera hacía helado. 

De la lista de gustos nos leían tres o cuatro, así que los míos eran chocolate y frutilla, el chocolate abajo. Nuestro heladero ponía igual cantidad de los dos gustos y eso era muy importante. 

Cogoteábamos, pero no alcanzaba. Entonces, poníamos los pies en punta y nos estirábamos ayudándonos con las manos sobre el mostrador blanco, pero ni así. Faltaba mucho para llegar a ver las tapas redondas de metal que el heladero deslizaba en vez de apoyar. El ruido de esas tapas patinando sobre la mesada era fascinante. El "cuando seas grande" también se medía cada diciembre según cuánto mejor llegábamos al altísimo mostrador de la heladería. 

Conocí mi gusto preferido cuando estuve dispuesta a leer toda la lista. Descarté frutas poco nobles para hacer helado, como la naranja, y gustos sin referente como el sambayón y la crema rusa, el preferido de mi abuelo. Quemé la cabeza del heladero preguntando una y otra vez por toda la lista de los chocolates y me quedé con el turco. Nunca probé un chocolate turco como el de Venecia, de Artigas y Franco, -sí hablo de la Prehistoria de Villa Pueyrredón-, lleno de higos, pasas y nueces. Ni siquiera Monte Olivia, ni siquiera La Grotta Azzurra tuvieron algo tan sublime, y eso que las pasas eran borrachas.  

"Déle en un vaso grande menos cantidad", decía mi madre, para evitar el chorreado y pegoteo. Así, dependiendo de la pericia del ayudante del heladero, muchas veces el helado era más grande. 
En días especiales podíamos pedirlo bañado en chocolate, pero a mí no me gustaba mucho. 
A medida que íbamos recibiendo el vaso con cucharita plástica (yo rogaba que no me tocara una de las que que no combinaban con el color del helado, porfavorporfavorporfavor) nos íbamos sentando en los bancos largos que rodeaban por dentro el local. Si hacía mucho calor, los bancos estaban en la vereda.

Era raro tomar helado en casa. Para tres nenas atolondradas caminar y cuidar que no se derritiera era mucho pedir, así que los bancos de madera eran la balsa que iba a impedir el ahogo en una sopa fría color rosa y un reto por la ropa manchada.
El rito terminaba tirando los restos en el tacho -a mí no me gustaba el vasito-, chupándonos las manos -siempre algo se escurría- y colgándonos del bebedero, que despedía agua heladísima. Si la cucharita era linda yo me la guardaba.

Ir a tomar un helado era una salida. El heladero era un señor que sonreía, un mago que sabía armar una torre perfecta y deliciosa, un superhéroe que sin dudar abría la tapa correcta, la del gusto que habíamos pedido. 
Las heladerías abrían en diciembre y cerraban en marzo, así que decir helado era decir vacaciones, premio por haber pasado de grado, club, pileta, Miramar.  

Fuimos grandes cuando llegó el delivery y develamos el secreto del superhéroe. 
Hoy el helado es de gustos raros, incluye golosinas partidas, marcas de otros productos, ingredientes industriales y se pide por kilo en cadenas que emplean a pibes que hoy sirven y distribuyen helados y mañana vaya a saber. 
Hace rato que alcanzo el mostrador sin estirarme y veo toda la mesada, tanto que pude descubrir el secreto del superhéroe. Y extraño caminar esa cuadra y un poquito sólo para pedir un vaso mediano de chocolate turco y limón.  El heladero de Venecia, el que está detrás de esos bigotazos entrecanos sabe que el chocolate va abajo porque es para mí. 

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