lunes, 10 de septiembre de 2012

Meditar

La ciudad se fue llenando de carteles y críticas. Carteles caros, carísimos y críticas con sorna, con un fondo de risa, de menosprecio.
Que si el gobierno pagó un dineral por actividades de un gurú con presencia internacional y cuestionamientos groseros hacia el manejo de los fondos, que si es un chanta vendehumo pagado a precio vil por ricos con tristeza, que si es un manipulador que opera sobre los débiles de espíritu. 
Las opiniones oscilaban entre la indignación por la cantidad de prioridades que se podrían haber resuelto con ese dinero y la risa por la clase alta vulnerable al comercio de la inseguridad emocional.

Sí, a mis ojos también es un chanta aprovechador de las debilidades de la gente, pero hoy miré a todas esa personas que se juntaron en el Planetario. Eran muchos, muchísimos: por lo menos como 10 carreras de las más masivas que se corren los domingos en ese mismo lugar. Las cámaras enfocaban a señoras de edad mediana, apariencia de clase media que quiere ser alta y postura corporal acostumbrada a ese ejercicio; todos parecían conocer lo que había que hacer.
Pasé años viendo personas que buscan respuestas, alivio, ayuda. Y en los últimos aprendí a aceptar que cada uno encuentra lo que necesita donde puede. Los lugares en los que se refugian las respuestas de la ciencia corrieron las fronteras de lo aceptable: ¿te importa la ciencia o vivir feliz? Si lo que alivia es una nube de humo: ¿alivia menos? 
Pude ver mucha gente llevando su vida con una sonrisa después de tantísimo tiempo. ¿Quiénes somos para decir en qué lugar está la puerta que abre para el lado del abrazo? La respuesta está en donde cada uno la encuentre. Quizás la felicidad no requiera respuesta de la ciencia. Y quizás algunas respuestas pretendidamente científicas sólo hayan sido parte de otra religión. (Hola Freud, otro día te atiendo a vos.)

Pero nada es perfecto, una cosa no quita la otra y una serie de lugares comunes más tarde pensé que esa gente tiene que estar entre nosotros: la recepcionista del centro médico que nunca tiene turno, la maestra de tu sobrino, nuestro jefe, tu vecina, la que se brota en cada reunión de consorcio, la administradora del edificio, el cirujano de urgencias. 
Entonces, que el gobierno de la ciudad destine plata que podría ir a reparar el hospital incendiado, o a mejorar las condiciones laborales del equipo de una unidad pediátrica que cerró, o a incentivar cargos docentes en el cordón sur de la ciudad es sólo una parte del problema. 
No puedo dejar de ver la otra parte: toda esta gente con necesidad de paz interior todos los días toma decisiones que nos afectan. Me impresiona que estemos tan cruzados por la necesidad de respuestas huecas, que gente adulta necesite de monitores para ordenar su respiración, de asistentes que le enseñen a vivir algo que es instintivo y natural. 
Manejan una familia, una casa, una empresa, un área de gobierno, el presupuesto de una megainstitución, un quirófano, pero necesitan asistencia para hacer y decidir sobre lo más instintivo y personal. 
¿A dónde habrán llevado su vida para necesitar de este acompañamiento? ¿En qué condiciones tomarán decisiones sobre cosas que nos afectan y nos condicionan? Eso es lo que me asusta: los inseguros emocionales decidiendo sobre todos. Por lo demás, turros y aprovechadores hubo siempre. El gobierno de la religión lleva mucho más que dos siglos. 

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