jueves, 26 de enero de 2012

El trabajo fue una excusa

   Crecí en una época en la que el valor estaba en conseguir lo durable: objetos, vínculos, emociones. 
   La ropa tenía que ser de la mejor tela, con las mejores costuras, clásica y combinable. Los muebles, de la mejor madera y el mejor diseño. La tecnología (entendida como los avances: un aparato de TV, un radiograbador, una heladera con freezer) era para durar muchos, muchos años. 
   El novio buscado era el que podía convertirse en un marido para toda la vida.
   Los deseos eran para siempre: una carrera, salir de la casa paterna, una casa, ser parte de un gran proyecto, viajar.
  Por eso me costó aprender que hay cosas que tienen un objetivo por cumplir y una vez cumplido se convierten en lastre. Descubrí que hay situaciones que vienen a la vida para algo y no saber correrlas a tiempo para buscar nuevos desafíos tiene el riesgo de aguantar una mutación que las convierte en algo no deseado.  
   Encontrar el punto para soltarlas es arte. La agonía puede evitarse. 

  Que aquel trabajo viniera en un momento en el que apenas me quedaban unos pesos podía llevarme a pensar en que el objetivo era pagar las cuentas. Claramente fue así. También fue una nueva hoja del libro de la vida: después de haber completado una maestría y de buscar trabajo por dos años había un lugar para mí en una parte. Alguien veía que yo podía hacer un aporte. Alguien me rescataba en un tiempo en el que todavía se veían muertos vivos caminando por la calle, al borde de la locura por el desempleo. No era poco. 

   Lo que no supe en ese momento es todo lo que traía atrás: la mayoría de las cosas que aprendí en esa clínica hicieron mejor mi vida. 
   Lo que tampoco supe en ese momento, ni hasta tres años después, fue que eso mismo que hizo mejor mi vida era lo que iba a llevar a que ese trabajo se terminara. 

   A diferencia de muchos de mis compañeros, yo decidí poner en práctica todo aquello que tuve que aprender para enseñar a los pacientes. Saber, hacerse cargo de las decisiones que se toman, decir NO cuando una no quiere, rodearse de personas que nos hacen bien, nos permiten crecer y correr a la gente que boicotea el cambio, ocuparse y hacer en vez de quejarse, quejarse si tiene sentido y en los lugares en los que las cosas se resuelven, guardar la intimidad de quien nos abre las puertas, hacer valer los derechos propios,  la verdad como camino más corto a las soluciones, el ejercicio de la vida sana porque es buena y porque modeliza... "Es bueno para todos", era el lema. Yo lo intercalé en mi vida para que fuera parte de la trama y funcionó.
  
   No fue un proceso fácil. Cataratas de lágrimas, enfermedades varias cursadas entre compañeros de trabajo -médicos- que no las veían, exceso de trabajo producto de la pasión por las cosas bien hechas entre compañeros que buscaban zafar ("total el Dr. se olvida y se le pasa"). No estuve sola: tuve la compañía, asistencia y disponibilidad incondicional de una colega, el apoyo de un equipo de colaboradoras formadas a imagen y semejanza y aliados ocasionales. 

        Lo noté pasado un tiempo: en algún momento los intereses de la empresa -de los dueños- iban a chocar con eso mismo que ellos enseñaban, promovían y -de palabra- pretendían. Si hoy tuviera que volver a elegir, elegiría lo mismo. Nunca tuve dudas: es lo que me hace ser una persona sana. Necesitaba dejar de pedir disculpas por tener que trabajar para pagar las cuentas y aceptar casi cualquier cosa "razonable" para no molestar a quien me daba trabajo.  

   Amaba profundamente lo que hacía. Fuera del ejercicio del periodismo fue la actividad que tuvo más que ver conmigo. Enseñar, ayudar, comprender a gente que no la pasa bien y darle herramientas para que puedan cambiar su vida. Empoderarlos para que ellos decidieran e hicieran mejor su vida.

   Llegué a poder establecer diferencias: era feliz con mi trabajo pero profundamente infeliz con las cosas a las que había que someterse para mantenerlo: maltrato, violencia, mentiras, mediocridad, falta de recursos de todo tipo, desconfianza. El celular sonando era un vuelco del corazón, el anuncio de un drama que, o no era tal, o que iba a ser resuelto de tal manera que el remedio sería peor. O iba a girar, y girar, y girar para nunca resolverse. Y el celular sonaba un viernes a las 23, un domingo a las 7, un 31 de diciembre a la tarde. 

   

   Me dolía pensar en irme. Casi un año calendario me llevó afirmarme y consolidar pensamientos y modos de ser que me llevaran a no permitir nunca más el maltrato, la humillación, la violencia, la mentira, el desinterés. Sabía que si no resolvía eso la secuencia se repetiría. 
   Doce meses para consolidar que nadie, nunca más y por ningún motivo me gritaría, ni me pondría una dosis bestial de benzodiazepinas que me dejar empastada por cinco días, ni firmaría mi trabajo sin mi consentimiento, ni se aprovecharía de mi pasión, ni de mis debilidades. 

   Unos meses más tarde yo estaba más sana y había dejado de ser funcional a la enfermedad de la institución. Cuando llegó el despido, sólo me tomó por sorpresa la violencia innecesaria del modo y el momento. Fue tan torpe y descuidado que recargó y complicó a los que quedaban, en un tiempo en que quedaban pocos. (También quedaban pocos pacientes, imposible retenerlos producto del maltrato que desbordaba hacia abajo) Visto a la distancia hasta suena coherente. 

   Yo creí que quería un trabajo. Y no. Sólo necesitaba pagar las cuentas y elegía el modo en el que sabía hacerlo: trabajando. 
   Pero lo que verdaderamente necesitaba -y en eso no había escapatoria- era encontrar el modo de valorarme, porque mi vida era un infierno en el que todo el mundo -no sólo desde el mundo del trabajo- sentía que tenía derecho a intervenir. Y lo sentían porque yo lo habilitaba. 

   En ese lugar en el que trabajé cuatro años y dos meses encontré las herramientas para que nunca más nadie tuviera en mi vida un espacio para el maltrato, el menosprecio,el avasallamiento, la humillación, la conversión de las virtudes en defectos, el saber y la profesionalidad como disvalor. 
   Esta semana se cumplen tres años de aquel despido violento. Todo lo aprendido ahí sigue vigente, corregido y aumentado. Más que suficiente para agradecer aquella oportunidad y celebrar. El trabajo fue una excusa.





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