domingo, 16 de septiembre de 2012

Leicaj es el de mi bobe.

Faltábamos dos días a la escuela. 
Nos vestíamos con más cuidado y con los zapatos guillermina de charol.
Llegábamos a la tardecita y esperábamos que los hombres volvieran del templo, en una casa de grandes, sin juguetes y llena de cosas viejas que se rompen. 

-¡Aguitiur! - se escuchaba cada vez que se abría la puerta. Las nenas cogoteábamos desde el pasillo a ver quién era.
-¡Aguitiontef!- se entusiasmaba el que llegaba, confundiéndose en un abrazo o algo así. Y, uff, había que dar un montón de besos en una nube de perfume de tía vieja que confundía los nombres de las sobrinas.

Sacaban platos, copas y cubiertos del mueble oscuro del comedor y ponían la mesa gigante con mantel. La cocina explotaba de guefiltefish, knishes, varenikes, latkes, pollo al horno, farfalaj y todas esas comidas que sólo se comían en las fiestas. Bueno, ellos comían. Mi plato sólo tenía pollo y papas y miles de "¿pero no querés? Pero si no lo probaste...". 
Ah. El leikaj de la bobe merece un punto y aparte. El leicaj es una masa dulce, clarita, arrollada sobre una capa gruesa de dulce de membrillo con nueces. Ese era el leicaj de mi bobe así que no voy a discutir sobre el punto. Las cosas tienen el nombre de la primera vez.

Éramos herejes que íbamos a la escuela pública y no participábamos de la parte religiosa y tradicional de las fiestas judías, así que no entendíamos nada. Sin animarnos a preguntar, la noche se transformaba en una cena formal con comida de nombres raros, con gente desconocida que habla de nosotras como si nos conociera.
Cada encuentro daba una oportunidad para pelearse con alguien y los adultos nunca la desaprovecharon. Hasta que provocaron una pelea de la que no se pudo volver y dimos un paso a la libertad. ¿O fue otra cosa la salida del circuito de fiestas familiares? 


Trabajar en una escuela judía y cierta parte de la vida compartida con un hombre de leve compromiso religioso me enseñaron algunas cosas sobre las fiestas, la cultura y la tradición. Al idish se sumó el hebreo y llegó el shaná tová umetuká, los cartisim brajot, el jaroset, la caravana por los templos a ver los oficios de los rabinos amigos, una nueva familia tan amorosa como negadora.

Quizás madurar sea elegir de la propia historia lo que tiene que ver con una y dejar atrás el resto. 

Me quedó prendido el calendario: cada septiembre me sorprende de balance y cada octubre tengo un plan para el nuevo año. No, no espero a septiembre para tomar decisiones ni uso iamim noraim para pensar en mis errores: lo hago cada día. 

Me emociona ver a gente que se quiere renovando votos de afecto, planeando su año y pidiendo perdón sincero tanto como detesto con profundidad visceral a los que repiten saludos y deseos por los que  no se comprometerán. 

No compartiría jaroset con todos pero sí les deseo un shaná tová umetuká, porque nadie merece no tener un año bueno y dulce. ¿Y si eso fuera lo que cambie al que se portó mal, fue deshonesto o abusó de la confianza? El mal bicho está entre nosotros y a muchos se los desarma con un abrazo. 

Pasados los 15 la religión estuvo lejos y allá sigue: eso también es madurar.

Y, sí. Sigue sin gustarme la comida judía del Este, blancuzco-grisásea, llena de grasa y harina, con tanto recuerdo de guerra y persecución. Igual, en 5773 me propongo ensayar una receta de leicaj. No, no. No esa torta de miel, bizcochuelo desabrido que los otros llaman leicaj. Leicaj es el de mi bobe.





1 comentario:

  1. Me emocionó leerte... y sí! Soy así... emotiva con las cosas escritas desde el corazón!!
    Beso

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